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Reportaje:

Ámsterdam apaga la luz roja

Las prostitutas califican su expulsión del centro como una deriva intolerante

Isabel Ferrer

"Para luchar contra el crimen organizado y el tráfico de personas hay que echar a los chulos de la calle, no a las prostitutas". Así se manifestaba ayer Meetje Blaak, la portavoz de El Hilo Rojo, el sindicato que las representa en Ámsterdam, al evaluar los planes del Ayuntamiento de sanear el distrito rojo, uno de los más turísticos de la ciudad. Su crítica es compartida por Mariska Majoor, fundadora del servicio de información más señero del barrio. Antigua prostituta ella misma, califica la decisión del alcalde de sustituir los famosos escaparates de las prostitutas por tiendas y restaurantes de "deriva hacia una sociedad cada vez menos tolerante y más conservadora". Ambas mujeres conocen a fondo el distrito rojo, un entramado de callejuelas casi milenarias surgidas al abrigo de un puerto que en el siglo XVII figuró entre los más importantes del mundo. Allí se abren hoy unos 420 ventanales a pie de calle y ocupados por turno por cerca de 2.000 prostitutas. El alcalde socialdemócrata, Job Cohen, reconoce el arraigo de la prostitución en el distrito, pero pretende concentrar su actividad "en unas pocas calles cercanas y controlar la labor de dueños de burdeles y proxenetas".

Blaak y Majoor comparten el esfuerzo oficial de luchar contra el tráfico de mujeres y el blanqueo de dinero. "Pero en lugar de volver a los años cincuenta, que limpien los negocios dudosos y persigan a los que abusan. El alcalde se equivoca al criminalizar a las mujeres. Las prostitutas, en especial extranjeras, acabarán trabajando a escondidas. El problema son los chulos", asegura Meetje Blaak. Ni ella ni Mariska Majoor se explican por qué el Consistorio ha preferido los informes de los expertos al diálogo con las prostitutas. "Tal vez sea una cuestión de imagen y de grandes sumas. Hay edificios históricos y varias cadenas comerciales apoyan al Ayuntamiento". Para ella, lo peor es la percepción de las prostitutas sólo como víctimas. "Un 20% pueden trabajar a la fuerza en Ámsterdam. Otras muchas no. Es un problema de aceptación del oficio", concluye.

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