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El Dios de Jimmy Carter

El actual candidato demócrata a la presidencia de los Estados Unidos, Jimmy Carter, tras haber sido más o menos tomado a broma por los ambientes políticos e intelectuales del país que se preguntaban con cierta ironía quién era y qué soluciones nuevas traía a los problemas norteamericanos, comienza a preocupar. Su fulgurante ascenso y aceptación durante la campaña electoral, que muy bien puede situarle como candidato por su partido frente a Ford o a Reagan, es un fenómeno sociológico ciertamente notable. Los analistas del mismo están de acuerdo en que después del desastre de la guerra del Vietnam y del escándalo Watergate la opinión pública norteamericana, profundamente hastiada y disgustada de la clase política, ha sentido alivio ante un hombre nuevo que no pertenece a ella y no ha estado mezclado a todos esos acontecimientos, y esto es verdad. Pero el análisis debe ser llevado más lejos.Jimmy Carter, este hombre nuevo, sólo de vez en cuando deja entrever tímidamente una inconcreta ideología más o menos liberal, refiriéndose, por ejemplo, a la necesidad de acabar con la discriminación racial, pero ni siquiera eneste aspecto ofrece ideas precisas, como tampoco las ofrece acerca de los problemas más vivos que los norteamericanos tienen planteados. Su muy esquemática línea de gobierno aparece, por el contrario, girando sobre conceptos o, más bien, sonoridades sentimentales: pensamientos piadosos de fe, esperanza y perdón o ardiente patriotismo, pero, sobre todo, sobre la convicción radical de los norteamericanos de tradición puritana y colonial de que los Estados Unidos son un país fundamentalmente bueno y que tiene a Dios de su parte. Jimmy Carter es, pues, un fenómeno esencialmente religioso, y mañana mismo la revista Time, que en los años de la presidencia de Johnson y del sueño de la gran sociedad sentenció desde su portada que Dios había muerto, God is death, podría afirmar, ahora, que en todo caso vuelve, lleno de vigor y casi en un tete a tete personal con Jimmy Carter, a la presidencia de los Estados Unidos.

El candidato Jimmy Carter lleva, desde luego, a Dios, «Dios está con nosotros», hasta en los botones de la chaqueta que usapara su campaña electoral. No solamente no oculta que cree que son irrelevantes sus convicciones religiosas para la presidencia, sino que las airea y trata de hacer de ellas una especie de garantía de su gestión política. «Yo no pienso que Dios va a hacerme presidente por todos los medios -ha dicho, con una cierta moderación después de todo-, pero cualquiera que sea la responsabilidad que contraiga para el resto de mi vida esa responsabilidad incidirá sobre esta relación personal ininterrumpida (entre Dios y yo)», y también: «Yo creo que puedo ser mejor presidente gracias a mi fe», o más chapuceramente: «Pienso en Dios 25 veces al día», lo que en un país en el que uno de sus clérigos pronunció una plegaria pidiendo al cielo que llegara a su destino y cumpliera con su misión el avión que transportaba la bomba atómica que iba a arrasar Hiroshima es algo por lo menos equívoco, realmente intranquilizador. «Entonces, ¿ya no queda sino orar?», dijo en otra ocasión el presidente Eisenhower al percatarse de que los medios de defensa contra las armas atómicas eran totalmente ineficaces. Sí, hay que orar evidentemente, cuándo se es cristiano; pero no en los términos inconscientes o blasfemos. de ese clérigo que pedía misión cumplida para el avión que transportaba la bomba atómica, y, desde luego, sería mucho mejor que los políticos no se acordasen para nada de la teología. Muchas de esas sus invocaciones nos recuerdan más de lo debido la de aquel baratero de Málaga, de que habla el barón de Davillier, que confiaba a un sacerdote cómo había matado a un adversario suyo con una especie de talante divinal. «Me encomendé a la Virgen de la Victoria y le metí una puñalada tal, que ni tiempo tuvo de decir Jesús». Se preferiría que Jimmy Carter no tu viera que pronunciar parecidas palabras el día de mañana acerca de un bombardeo o de una represión hecha en nombre de la famosa civilización cristiana, de la fundamental bondad de los Estados Unidos y del Dios está con nosotros.

El Dios americano

De momento, sin embargo, de 30 a 40 millones de norteamericanos blancos y protestantes de tradición evangelista e iluminista «están dispuestos a inflamarse entusiastas, sonrientes y felices», y, ante los gestos de Jimmy Carter y sus referencias a Dios, «creen que han tenido una, experiencia de la gracia», como escribe el teólogo Michael Novak, que se ha percatado muy bien de que en la sociedad americana hay una base de poder religioso que ya Kennedy supo explotar entre los católicos, pero que Carter podrá explotar no sólo más ampliamente, sino en profundidad porque toca el corazón mismo de la América blanca y protestante. De todo americano, al fin y al cabo, porque incluso la muy secular revista católica Commonwealth saluda alborozadamente la vuelta de Dios a la política norteamericana gracias a Jimmy Carter: «La convivencia profunda a veces solamente a nivel del instinto de numerosos americanos es que nuestro país tiene un pacto con el Creador y que combate para que se cumpla un destino eterno y este acuerdo ha sido con frecuencia «olvidado, desnaturalizado o traicionado», ahora «buscamos líderes que nos de vuelvan el estado de gracia».

El Dios americano, pues, no está muerto y en el país más secular del mundo, al decir de las estadísticas y de los ensayos culturalistas, renace el más siniestro de los equívocos ideológicos: la confusión de política y religión la unción y sacralización de una especie de imperator. Mal asunto para el esclarecimiento de los problemas políticos que deben ser asuntos totalmente laicos, pero mal asunto sobre todo en el aspecto estrictamente religioso-, porque ese Dios americano, naturalmente, es un Dios de tribu y para consumo social USA; no tiene que ver gran cosa con el Dios de la Biblia y de Jesús.

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