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Reportaje:

Costa Rica y los tiburones invierten los papeles del 'asesino'

Polémica por un documental que denuncia el 'desaleteo', una práctica que persiste en las costas de un país cuya economía depende del ecoturismo

El temible tiburón es atrapado, le cercenan su aleta y es lanzado de nuevo al mar para que muera como pueda. La membrana queda en la superficie, la secan y la preparan para viajar al otro lado del mundo. Los asiáticos están dispuestos a pagar más de 100 dólares por cada kilo de ese manjar de presuntas propiedades curativas y afrodisiacas. El restante 95% del tiburón queda moribundo en las aguas del Pacífico costarricense. Y pendientes sobre la robusta imagen ecologista que este país se ha forjado en el mundo, algunos interrogantes sin respuesta.

Costa Rica y los tiburones asesinos de la costa pacífica protagonizan ahora una película de papeles invertidos. El país muestra colmillos mutiladores de unos peces cuyo valor en las conciencias ecologistas crece quizá tanto como el precio en yuanes en un mercado de Taipei. La población de estos animales se redujo un 60% entre 1991 y 2001 por culpa del desaleteo, una práctica que involucra a pequeños pescadores, grandes flotas asiáticas, muelles privados, algo de negligencia de las autoridades y una paupérrima estructura para perseguir a los mutiladores.

El problema siempre existió, pero sólo hay algo peor que matar tiburones: que todo el mundo lo sepa. El cineasta canadiense Rob Steward se encargó de eso. Su documental Sharkwater se estrenó en noviembre y provocó escalofríos en un país donde la mayor actividad económica propia es el turismo, basado sobre un concepto de ecoturismo construido con meticulosidad durante años. A los influyentes ecologistas locales no les ha faltado dinero internacional para fortalecer la presión por aumentar los controles y las sanciones que a cuentagotas se han instaurado.

El Gobierno, sin embargo, no puede ocultar la preocupación. "No niego que el documental haya tenido su impacto, pero es desafortunado, porque responde a una realidad que ya no vivimos. Es inaceptable todo lo que se ha hecho en el pasado, con técnicas de pesca insostenibles, pero eso ya no ocurre así en Costa Rica", explica a EL PAÍS el ministro de Relaciones Exteriores de Costa Rica, Bruno Stagno.

El pasado, sin embargo, persiste gracias a la inoperancia de las entidades y su desobediencia a los fallos del Tribunal Constitucional costarricense, recuerda el biólogo Randall Arauz, presidente del Programa de Restauración de la Tortuga Marina (Pretoma) y uno de los líderes de una campaña que cada vez cala más en la población. No es raro ver tiburones de peluche colgados de los retrovisores de los coches.

Costa Rica ilegalizó el desaleteo en 2005 y se unió a la lista de países afines: Canadá, Estados Unidos, Australia y Brasil. La diferencia es que la capacidad de sus autoridades para eliminarlo es tanta como la posibilidad de que un tiburón siga vivo después de que le hayan amputado su extremidad más amenazante. Está prohibido descargar un escualo incompleto, pero los puertos privados son zona prohibida para un control estatal que, de todos modos, carece de recursos —y de voluntad, agregan los activistas— para hacer cumplir la ley. "Las autoridades siempre han mostrado mayor interés por proteger el interés de los dueños de los muelles privados", se queja Arauz.

Para colmo, la participación de organizaciones medioambientales en los controles ha generado conflicto con los pescadores, que no tardan en referirse a ellos como "esos vagabundos de sandalias y pelo largo que no tienen nada mejor que hacer". Así, aunque añadiendo términos más fuertes, se expresa Mario, un desaleteador que malvive con lo que gana por su función en la parte más baja de la pirámide del negocio. "Jamás pagaría ni 500 colones [un dólar] por una sopa de ésas [de aleta de tiburón], pero así me gano la vida mía, de mi esposa y mis hijas", comenta el pescador, que se declara con suerte por tener trabajo en Puntarenas, en la costa pacífica.

Este joven, de innegable apariencia de marinero, dice que vio la película Sharkwater porque le dijeron que él había sido filmado. "Pero no vi nada. Sólo a esos mechudos queriendo que nos muramos de hambre", dijo en referencia a los tripulantes del barco ecologista Sea Sheperd Conservation Society, que en el documental terminan acusados de "amenazar la vida" de los pescadores por atravesarse para evitar el paso de un barco cargado con aletas de tiburón rumbo a tierra firme, donde las ponen a secar sobre láminas de zinc. Steward hace un esfuerzo de lógica y concluye que, si se logró filmar aletas, es porque hubo desaleteo, aunque admite una tímida reacción positiva de las autoridades locales en los últimos seis años, al menos superior al resto de los países centroamericanos, donde ni siquiera las leyes prohíben esta práctica.

La alerta de los ecologistas se mantiene también por la posible llegada de flotas chinas a las costas nacionales, como una consecuencia de la relación diplomática que Costa Rica estableció con China en junio, en sustitución de Taiwan. El hambre, la curiosidad y el enriquecimiento de los millones de comensales chinos no deja tranquilos a los defensores de los tiburones, a pesar de que el Gobierno pide calma.

"Es cierto que China consume mucha aleta de tiburón, pero aquí tenemos nuestra ley. Las condiciones legales que antes permitían la presencia de una importante flota pesquera taiwanesa ya han cambiado. Eso ocurrió en el pasado; no tenemos por qué ser condescendientes con una flota de un país que realiza prácticas de pesca insostenibles", responde Stagno.

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