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Columna
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Empleados de 'lastre cero'

Hace tres años, la Universidad de Harvard concluía que, para emplearse, ya no era tan importante saber mucho de una disciplina determinada como ser curioso, flexible y empático. Con ser empático, simpático y plástico se adelantaba mucho ante el empresario que, lograría así, al contratarle, un elemento de la misma naturaleza que la producción actual.

Lo decisivo, en una economía de servicios, muy dependiente del trato personal, era tanto la apariencia personal como la apertura mental y la capacidad para hacerse cargo de las demandas cambiantes. El ser de una pieza, significa hoy la antítesis del valor.

Quienes se muestran de una pieza sufren la obsolescencia muy pronto o incluso son cargados con el pronóstico de su pronta defunción. Por igual razón, el firme encuadramiento en una especialidad será inconveniente para un sistema que busca sus éxitos en la innovación y la sorpresa.

Para conseguir trabajo ya no es tan importante el conocimiento como ser flexible y empático

Un libro, actualmente, entre los best sellers norteamericanos, titulado The black swam (El cisne negro, de Pilippa Carr), "el gran impacto de lo insólito", da cuenta de la importancia de lanzar el iPhone o una nueva receta para el sabor de un helado.

Los amateurs y no los profesionales, los advenedizos y no los veteranos, aparecen como factores idóneos para la invención y la necesaria osadía que impactará al cliente. Esto, por un lado. Por otro, crece el amor por los empleados de lastre cero.

El empleado de lastre cero, complemento del anterior, es un individuo sin raíces, ni geográficas, ni familiares, ni viciosas, ni metodológicas. Se trata del sujeto que aceptará cambiar de función sin rechistar, que admite nuevos horarios sin compensaciones y se presta a viajes o destinos sin pestañear. Este tipo circula con tanta facilidad que efectivamente no denota lastre cero, término que empezó a utilizarse en Silicon Valley en 1997 y ahora se ha extendido al conjunto de la economía norteamericana y más allá de sus fronteras, si las hubiera.

Se trata, en suma, de un empleado multiuso y de un corazón fuerte y ágil que rueda sobre su eje vivencial con la facilidad de un rodamiento sin roces. Piensa pero no se encalla; se aboca con lo que hace pero no alude a la vocación. Juega con todo con espíritu deportivo y docilidad total, sea por la compensación de agradar a la autoridad sea por el delirio de probar cualquier cosa.

Pronto, como es de esperar, habrá escuelas, coachs y ediciones de autoayuda para conseguir este producto humano de creciente valor laboral puesto que el empleado con lastre cero constituye el mirlo blanco de las empresas, complementado, en el zoo general, por la estrategia del cisne negro.

El mirlo blanco, el trabajador de lastre cero, carece además de gravitación familiar, no está enamorado ni tiene pareja, no es padre, ni tiene ascendientes a su cargo. Se halla, por decirlo así, flotando libremente en el espacio económico y listo para discurrir fácilmente por él. Habrá candidatos más formados, capaces y laboriosos, pero no acarrear lastre alguno confiere una calificación sobresaliente. Incluso los empleados entre sí, se clasifican ya implícitamente, calculando su respectivo coeficiente de lastre y las implícitas capacidades de ascenso.

El lastre cero es lo óptimo en el mundo laboral pero puede haber otros grados relativamente aceptables, a imagen y semejanza de la total o condicionada fluidez de los capitales, las divisas y las diferentes maniobras especulativas en general. Todos los factores de la producción, incluido el ser humano, tienden a adquirir, como un desiderátum del presente económico, la liquidez máxima. Así se logra tanto el ideal de la adaptación perfecta e inmediata como la correspondiente posibilidad de la liquidación súbita. Ser líquido y liquidado a la vez, todo dentro del mismo del nuevo y fluyente caldo.

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