Escolarizar es la mejor forma de educar

La escolarización obligatoria nació para asegurar el acceso a la enseñanza y evitar la explotación infantil. Ésta pervive hoy en campos a los que la ley llega mal, como la economía doméstica y sumergida, y escolarizar sigue siendo un modo de impedirla. La relación con el acceso a la cultura es menos clara, pues en la sociedad del conocimiento la educación es más necesaria y la escuela es la única oportunidad de muchos, pero después de traernos con éxito a la galaxia Gutenberg parece que se atasca ante la galaxia Internet. Esto, unido a sus problemas de convivencia, lleva a algunas familias a pensar que ellos lo harían mejor, base de la escolarización en casa (homeschooling).
En versión glamorosa bastan unas pocas familias de profesionales (alto nivel educativo) neorurales (lejos de la escuela) y con acceso a la Internet. Y, efectivamente, hay cosas que harán mejor que una escuela con su cuota de objetores discentes y docentes. El derecho es a la educación, y la escolarización es sólo un medio, ¿no?
Pues no. La escuela nació para socializar de otro modo que la familia, superando sus limitaciones. Para formar productores y ciudadanos, i. e., personas autónomas en una economía de intercambio y una sociedad demoliberal. Ya otras sociedades habían considerado a la familia insuficiente: desde la polis griega, con sus escuelas y barracones militares, hasta los artesanos y la nobleza medievales, enviando su prole a los talleres y cortes de otros.
La modernidad va más lejos, pues mercado y empresa requieren una disposición y lealtad en los vínculos débiles, y el Estado una identificación y solidaridad colectivas, que la familia no asegura. Porque podría no querer hacerlo y porque no basta con predicarlo, pues se precisa un proceso de experiencia que ella no puede proporcionar pero la escuela sí. La familia es una institución primaria y prepara bien para otras (la familia de destino, la parentela más amplia o la comunidad vecinal); la escuela es una institución secundaria y anticipa las características de otras no menos importantes: Estado, empresas, asociaciones...
Por eso es derecho y deber. Derecho, más allá del genérico a la educación, porque hay aspectos de ésta que sólo la escuela puede garantizar. Deber, porque también es un derecho de toda la sociedad frente al individuo. ¿Resulta, pues, inaceptable escolarizar en casa? No cuando la escolaridad choca con otros derechos del niño (no de sus padres) o actúa contra sus propios objetivos. Dos ejemplos rápidos: si las condiciones residenciales suponen largos desplazamientos (niños de varios hogares estudian a cargo de padres-adultos de alto nivel, quizá escolarizados vía Internet, etcétera, caso muy norteamericano); o si enseñanzas artísticas o deportivas, junto a las ordinarias, dan una jornada extenuante (un niño matriculado en un conservatorio cursa libre la ESO, en casa y con apoyos, caso bastante español). Pero la desescolarización total o parcial debe estar sujeta a que se garanticen sustitutivos de esa educación social atribuida a la escuela, controlando y verificando procesos y/o resultados.
No olvidemos que no todo es glamour: sectas y confesiones que se aíslan de otras creencias, etnias que desescolarizan a sus hijas púberes, extremistas que huyen del pluralismo... Piénsese en la ofensiva del ultraconservadurismo contra la Educación para la Ciudadanía. Si hoy se objeta la asignatura, ¿por qué no mañana a una escuela impregnada de su espíritu? La escuela es más que un proveedor de desarrollo personal: es un mecanismo de cohesión social.
Mariano Fernández Enguita es catedrático de Sociología en la Universidad de Salamanca.
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