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Reportaje:El final de la vida

Esperaré a Madeleine con un ramo de lilas

La mujer tuvo una vida intensa entre España y Francia e inspiró una canción a Jacques Brel

Ana Alfageme

Cuando Madeleine Z. se sentó por primera vez en una silla de ruedas, las lágrimas le arrasaron los ojos. Ocurrió hace año y medio. El dependiente de la ortopedia, que le ajustaba los pies a los soportes, levantó la vista y le preguntó:

-Señora, pero ¿por qué llora?

-Porque mi sueño por fin se cumple-, respondió ella mirándole burlona, -porque por fin tengo un chico rubio con los ojos azules a mis pies. Sólo me falta el champán.

Madeleine Z., de 69 años, bromeaba con casi todo. También con su enfermedad, la esclerosis lateral amiotrófica (ELA), una dolencia degenerativa que iba paralizando su cuerpo. "La ELA", decía con un delicado acento francés, "es quedarse como un espagueti demasiado cocido".

Montó el primer restaurante francés de Alicante y lo regentó durante casi 20 años
Brassens le daba sus poemas para que los vendiera puerta a puerta en París
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En los días previos a su muerte, encerrada en su piso sin ascensor frente al Mediterráneo, el humor no la abandonó.

-¿Crees que hay algo después de la muerte?

-No sé, te enviaré un telegrama. Y si paso por Madrid, saludaré.

Una ligera risa rubricaba cada una de sus ocurrencias. Cuando hablabas con ella por teléfono, preguntaba: "¿Cómo hace por Madrid? ¿Bueno? Aquí el mar está en calma y hace un sol fenomenal".

"Fenomenal" era su palabra talismán. Fenomenal era meter las narices en un libro y viajar por él; fenomenal, los dueños de las casas que tuvo que limpiar para sobrevivir tras quedarse viuda; fenomenal preparar cuscús para sus invitados cuando aún estaba sana; fenomenal su repartidor de butano, y su amigo Pepe, y el chino de la tienda de abajo; y la gente que conoció a raíz de su enfermedad: la médica, el psicólogo, los voluntarios de DMD; y, por supuesto, todos esos animales que, según decía, la encontraban a ella: perros, gatos, una boa y una mona a la que llamó Sofie. Y hasta un loro español que aprendió a hablar francés. Todo fenomenal.

Y allí estaba la sonrisa de la Madeleine de antes de enfermar, en todas las fotografías que ella señalaba con sus manos de marioneta. Una mueca vital que le ampliaba la boca y le iluminaba los ojos, destacados con grueso trazo de perfilador y pestañas de celuloide. De casi todo ello -el cabello color platino de quien fue modelo de peluquería, la silueta menuda, el rostro terso- apenas quedaba rastro en el último mes de su vida. Salvo los gestos pícaros y la sonrisa. "Sí, he tenido una vida simpática", reía, y a continuación, remachaba, enérgica, "pero no quiero estropearla. Quiero morir, pero bien".

Simpática puede que no sea la palabra que defina tantos años -69- de avatares. Intensa y extrema, desde luego.

-No sé, supongo que lo que hago ahora es escaparme -contaba con el gesto de una niña sorprendida en falta- igual que me he escapado toda la vida, igual que escapé de una muerte probable cuando tenía siete años.

París, abril de 1944. Madeleine se encontró un día subida en un vagón de madera atestado. "Creo que el tren iba camino de Alemania, no sé si nos deportaban por judíos o por comunistas", dice. Pocos meses antes, la niña, como única superviviente de su familia, dice que tuvo que reconocer en las calles ocupadas de la capital francesa los cuerpos de su padre, un biólogo comunista empleado en el Jardín Botánico, y de su madre, un ama de casa judía.

"Del tren recuerdo sobre todo el frío, un frío tremendo. Y que me escondí bajo un banco, y que al ver unos pantalones, me aferré a ellos". Su salvador la llevó a un refugio en un pueblo cercano a la frontera. Luego la devolvieron a París. Su niñera tardó dos años en encontrarla. "Era el 26 de diciembre de 1946", rememoraba. "Cuando bajé del coche, los niños se reían de mí, porque llevaba sandalias y unos calcetines llenos de agujeros".

Una tía suya la ingresó en un internado. Se escapaba a visitar iglesias cuando iba a almorzar a casa de la tía. Para eludir el colegio, se casó con 15 años. También huyó de su marido, cuatro años más tarde, un militar mercenario que la sometía a abusos a diario.

En las últimas noches de su vida, entre el torpor químico y la duermevela, Madeleine aún viajaba desde su cama en Alicante al Palacio de Justicia de París. Se veía bajando la escalinata, después de oír a una juez: "Usted ya no tiene hijos". Para renunciar a su primer marido, tuvo que dejar atrás a sus dos niños.

Una Madeleine de escasos 20 años se hizo modelo de peluquería y bajó a las cuevas humeantes de Saint Germain, donde también se sumergía el jazz. "Se pueden hacer muchas cosas en un año y medio, ¿no te parece?", decía, "éramos jóvenes, liberales y sin complejos. Entrábamos tres en un bar y salíamos 20". En algún restaurante, compartiendo vino y caracoles, se topó con un Georges Brassens malhablado, dadivoso y borrachín. El cantautor le daba sus poemas para que los vendiese puerta a puerta por los distritos ricos de París. "Le contaba a las sirvientas que eran canciones de amor, y los compraban", reía. Ella se llevaba un porcentaje.

Comió callos con Jacques Brel, un tipo con mal carácter y lo suficientemente generoso para llevarse la guitarra a las cárceles y a los hospitales. Madeleine le acompañaba a cantar allí. "Bueno, una vez le di un plantón. Creo que algo tuve que ver con una canción que se llama Madeleine, muy simpática, que habla de un hombre que espera con un ramo de lilas a una chica que nunca llega. Cuando la cantó por primera vez en mi presencia, me preguntó: '¿No te recuerda a algo?".

En 1960, escapó -de nuevo- de su experiencia troglodita en la bohemia de París con un viaje a Evian. En una terraza, un hombre delgado y elegante le preguntó: "Señorita, ¿no es triste beber sólo agua? ¿por qué no la endulza con un poco de Ricard?" "¿Por qué no?", respondió ella. No se separaron en los siguientes 26 años.

Madeleine inició una vida confortable, primero en Grenoble y luego en la Riviera francesa, con Jean-Pierre, el apuesto caballero que resultó ser directivo de la empresa de licores. Además de hacer desfiles de peluquería, posaba con zapatos "y pantalones para niños, por lo pequeña que era", reía. "¡Ah, y otra cosa! Una vez, en una cena, le pregunté al director de una fábrica de sostenes '¿para ser modelo, qué talla necesito?'. 'La 95', me contestó. Pues fui a un cirujano y me hice operar. Así que también de sujetadores fui maniquí".

Nuevo destino, Barcelona. Un lujoso ático de noches interminables. "Cada vez que hacías una fiesta, te mandaban un policía para vigilar que no se reuniera mucha gente. Yo le preguntaba: '¿Quiere usted beber algo?'. Y él: 'No, gracias, que estoy de servicio'. '¿Y un zumo de naranja?'. Aceptaba. Le poníamos dos partes de vodka, que no olía, y uno de zumo. Cuatro horas después se despertaba, cuando ya habíamos montado una buena".

En un viaje a Alicante, Jean-Pierre compró un local. "Le cobraron dos millones de pesetas [12.000 euros], en 1967, imagínate el timo". Pero consiguieron montar el primer restaurante francés de Alicante y lo regentaron durante casi 20 años. Madeleine era una treintañera que aún no entendía el suficiente español como para interpretar los brutales piropos que generaba su minifalda. Jean- Pierre y ella tuvieron que casarse, porque la Guardia Civil, entraba, noche tras noche, al restaurante a preguntar por su sospechosa relación. Lo hicieron en 1971. Ella estaba embarazada sin saberlo.

Las fotos de entonces son tumultuosas. Clientes y restauradores levantan sus copas entre el humo y la noche. Los días se iban en madrugar, ir al mercado, "dar de desayunar a mis hombres" (su marido y su hijo) y cocinar boeuf bourgignon, sopa de cebolla y conejo al vino blanco. O en navegar hasta Tabarca y pescar al amanecer. Un día feliz, los dos hijos de su primer matrimonio aparecieron a verla en Alicante.

En 1984 dejaron el restaurante porque el marido había enfermado de una miocardiopatía. Moriría dos años después. "Sufrió muchísimo. Cada noche me decía: 'Quítame los tubos y déjame morir', y yo no supe qué hacer".

Madeleine nunca volvió a dormir. Ni a tener dinero. "Me sentía fatal. Vacía. No aguantaba el silencio. Me puse a vender gofres en una caravana, me hacía 100 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, así que tuve que dejarlo". Para mantenerse ella y su hijo adolescente, decidió limpiar casas. Se acostumbró a disfrutar de su coche, de sus libros, de sus plantas, de su amante, de entrar en un bar a la hora del aperitivo y leer el periódico mientras oía las conversaciones. "He sido una chica de taburete. No sabes las cosas que aprendes".

Eso fue antes de enfermar.

Porque el día a día de Madeleine era, ahora, muy distinto. "De la silla a la cama, de la cama a la silla, y eso cuando no me duele mucho la espalda. Hoy no podía salir de la ducha", decía por teléfono dos días antes de su muerte. "Desvestirme es peor que vestirme. Como una vez al día y no todos los días. Hay días que me olvido".

Ella, que explicaba con mimo cómo condimentar las ostras crudas para robarles todo su sabor:

-Vinagre de maíz, pimienta molida y echalot [cebolleta].

Su horizonte, la cama, la televisión, libros en francés con las hojas amarillas, una amiga que le sube el periódico, la limpiadora una vez a la semana, tres mapas del mundo de los lugares a los que quiso viajar y el mar detrás de la cristalera. El Mediterráneo, que escrutaba todos los días desde hacía 40 años. "Cuéntame el mar, Madeleine", le pedía por teléfono su amigo César, también enfermo de ELA, desde su pensión sin ventanas, atado a una cama, "cuéntame el mar".

Y Madeleine comenzaba, suavemente: "Cuando se va el sol la luz es una maravilla. Hoy está tranquilo, no hay olas, como me gusta a mí; lo prefiero enfadado. Hoy no veo Tabarca, hay un barco grande, un congelador italiano... Sí, yo conozco mi mar a fondo".

Madeleine, fotografiada en agosto de 1961.
Madeleine, fotografiada en agosto de 1961.

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Sobre la firma

Ana Alfageme
Es reportera de El País Semanal. Sus intereses profesionales giran en torno a los derechos sociales, la salud, el feminismo y la cultura. Ha desarrollado su carrera en EL PAÍS, donde ha sido redactora jefa de Madrid, Proyectos Especiales y Redes Sociales. Ejerció como médica antes de ingresar en el Máster de Periodismo de la UAM y EL PAÍS.

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