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Columna
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Mascar chicle no es delito

El 18 de junio de 1997 apareció en los periódicos un titular que decía: 'Una pareja alquilaba a su hijo de 10 años a un pederasta por 30.000 pesetas'. No se sabía entonces, pero este titular desencadenaría el caso de pederastia del Raval. Ayer, la Audiencia de Barcelona absolvía a la pareja de ese presunto delito. Han pasado tres años. Durante este tiempo, el matrimonio ha vivido sin su hijo y sin su otra hija, más pequeña, que los diligentes servicios de protección a la infancia les retiraron de inmediato. En tres años, habrán visto a ambos durante algo más de treinta horas: una por mes, en comunicaciones realizadas en presencia de la autoridad tutelar. Tres años, treinta horas, una eternidad.

Josefa Guijarro apareció en los periódicos algo más tarde, a finales de julio. Su aparición no fue discreta: la señora Guijarro era la madama enjoyada que atendía el burdel del Raval donde se filmaban las prácticas pederastas. Y no sólo eso: camarógrafa experta, había filmado a sus hijos mientras sufrían todo tipo de abusos. Bajo esos espeluznantes cargos se sentó este enero en el banquillo. Ayer la Audiencia la absolvió plenamente. Pero no habrá absolución sobre lo que más importa: los tres años que ha pasado separada de sus cuatro hijos menores y sometida a la humillación pública.

La sentencia que absuelve a dos familias y condena las prácticas de dos pederastas confesos pulveriza el inexistente caso del Raval. Es de suponer que, para aliviarse de la vergüenza secretamente padecida durante todos estos años, algunas gentes y algunos medios aventarán a voz en cuello la multitud de años de cárcel que los magistrados han impuesto a Xavier Tamarit y Jaume Lli. Están en su derecho. Pero la tensa y espectacular atención mantenida durante este tiempo no se ha proyectado ni se proyecta sobre los dos pederastas y sus delitos. Si hemos venido ocupándonos de este asunto ha sido para saber en qué iba quedando la mayor red de pederastia descubierta en Europa. Ya lo sabemos plenamente.

Las sucesivas etapas judiciales fueron dejando al margen, después de haberles llevado al deshonor y a la cárcel, a padres, educadores, dirigentes políticos y vecinales, sin que las investigaciones ofrecieran una sola prueba fiable del comercio: baste decir que entre los centenares de fotografías y vídeos requisados no pudo hallarse una sola escena que mostrara a menores del Raval manteniendo ningún tipo de relación sexual, entre ellos o con algún adulto. En una escalofriante gradación que revela uno de los rasgos claves del caso, fueron quedando apresados en la maquinaria judicial aquellos entre los más pobres e indefensos: los propietarios de vidas más irregulares, cuya irregularidad, de cualquier modo, nada tenía que ver con la pederastia; los que no pudieron costearse abogados particulares; los habitantes, en fin, del subsuelo dostoievskiano. La sentencia de ayer ha acabado liberándolos, aunque su felicidad será un breve fogonazo entre un pasado innoble y un futuro difícilísimo. Al condenar, tan sólo, las prácticas de dos pederastas, sin incluir a familia alguna, la sentencia confirma lo que fue siempre tan deslumbrante que hacía daño: nunca hubo ninguna complicidad, ninguna red, ninguna trama más que la formada por el delirio de servidores claves del Estado de derecho.

Y desde luego, entre los apuñalamientos morales que habrán sufrido las familias hoy rehabilitadas están, y me inquieta decirlo, los de mi propio oficio. Hubo, por ejemplo, el que escribió en la crónica de una de las sesiones del juicio que el padre ayer absuelto mascaba chicle mientras se relataba el efecto de las vejaciones sobre el cuerpo de su hijo. No era su propósito, me parece, pero estaba dando la clave del caso. La clave de por qué ese padre y otros muchos acusados habían caído en ese abismo judicial y social. Mascar chicle, cualquier cosa, eso mismo. La Audiencia ha decidido, después de tres años, que mascar chicle no es delito. Hay que felicitarse.

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