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Nicole Blanchery

Nicole Blanchery me llama a Mallorca, donde ella vive todo el año y donde se inaugura un casino de juego. Nicole es una vedette francesa que vino a España allá por los cincuenta/ sesenta. Era así como bretona, alta, rubia, fuerte, violentamente alegre, y se tenía la sensación, viéndola actuar, de que sobraba el resto de la compañía. Hoy vive en un recodo de mar y cielo, en la isla, espolvoreada de lentejuelas su carne tan vivida, recogiendo gatos de los montes, con su marido, el arquitecto ruso Pedro Otzoup, hijo de Sergio Otzoup, aquel oficial de los zares que tenía por ahí, por Arenal, una casa-palacio llena de iconos rusos y elefantes de marfil:-Cuántas cosas, ¿verdad Paco?

-Muchas, Nicole.

Han pasado veinte años. Nicole sale en algunos de mis libros. Pedro sigue siendo un ruso introvertido, inteligente, un poco sombrío y muy trabajador. Nicole y yo, cada uno por nuestro lado, hemos venido ahondando en los gatos y su secreto a rayas. Nicole tiene hermosos libros sobre el gato y una Unesco de los gatos en su chalet de mar y limoneros. Gatos negros con ojos de oro, gatos pardos con ojos de tigre, gatas blancas con la mirada cazadora. Pedro, gran jugador y gran arquitecto, ha hecho un casino que está entre Argel y Montecarlo, arquitectónicamente, y lo ha llenado de buena pintura moderna, de Tápies a Saura, cosa inusual en un casino de juego, y que dice bien de la sensibilidad «de nuestro ruso.

Cuando las ruletas empiezan a girar como astros nocturnos y rapaces, yo, que no juego a nada, me siento en un rincón a sentirme por primera vez hombre de casino, esa cosa tan mondaine, mientras las damas (altas damas, poeta, claras y ligeras, calandrias) se van a perder las 5.000 pesetas en fichas que les ha regalado a cada una el dueño del Ritz de Barcelona. Nicole, al último gato que ha recogido, le llama Enero.

¿Y por qué prohibía estas cosas Franco?, me pregunto, pienso. Lo de Franco consistió en hacer del español un ser enterizo y berroqueño, sin pasiones ni emociones, sin otra pasión ni otra emoción que el franquismo: «¿A qué hora, dónde se encuentra un español?», pregunta Larra.

Se les solía encontrar en la timba de Bellas Artes. Franco quiso que a cada español se le encontrase a su hora haciendo horas, o sea, extraordinarias. Produciendo. Quiso hacer de cada hombre un productor. Había leído mal a Costa y los regeneracionistas, como Bataille, del que traigo un libro en el avión de Palma, cuenta que Hitler había leído mal a Nietzsche. O no lo había leído.

Oriol Maspons es el fotógrafo irónico y plástico que ve el, mundo en flash intuitivo. Su mujer, Coral, es un milagró rubio y limpio que se me aparece entre los gatos y los limoneros de Nicole Blanchery. Habría que retirarse a un rincón como éste para morir de amor, o sea, para vivir.

-Según Jung y Adier- me dice Camilo José Cela cuando le visito en su casa de Palma-, el jugador nato es un masoquista. Busca una y otravez el castigo de la suerte.

Camilo se ha comprado la casa de al lado y me la enseña, llena de sus obras completas, con todas las traducciones que le han hecho en el mundo, un organillo madrileño, una mesa de billar y una chimenea encendida. El jugador, sí, es un masoca, el hombre es un masoca y un sadoca, pero Franco, sadomasoca interior, quiso hacer del español un productor, si era pobre, o un autómata ministerial, si era alguien. Franco fundó su nacionalismo en un desconocimiento represivo de la nación, y así se le derramaba fuera el dinero del juego, el dinero del sexo, el dinero del arte. O se hace socialismo o se hace capitalismo o se está uno quieto. Lo que no se puede ya es hacer demagogia bajo palio o (lo que nos toca ahora) socialdemocracia bajo el terror.

Los inspectores llegan cada noche al casino a llevarse el 50% de los beneficios. Estoy seguro de que Paco Ordóñez administrará bien toda esa pasta. Nicole, como una Jane Russell teñida y feliz, vino a España hace veinte años a traer un poco de libertad. Ahora nos abrazamos para la foto loca del reencuentro.

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