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Progreso sí, pero a costa del vecino

Las protestas contra infraestructuras, desde antenas de telefonía a líneas de alta tensión, se extienden - Es el fenómeno 'nimby', y se ha convertido en un problema político de primera magnitud

Claudi Pérez

-Los apedreamos. Si aparecen por aquí, los apedreamos. Los jubilados de Morata de Tajuña, un pueblo de 7.000 habitantes al sureste de Madrid, tienen una vitalidad envidiable. Y un punto de mala uva que aparece en cuanto se les mienta la planta eléctrica que proyecta el grupo Electrabel en el municipio, una central de ciclo combinado de 1.200 megavatios. Las calles están sembradas de pancartas con el lema No a la térmica, y en la tertulia de mediodía en la plaza del pueblo no se detectan fisuras. Los vecinos cierran filas. "Aquí hay ya una cementera que contamina a espuertas. Y varias canteras que dejan los olivos cubiertos de polvo. O sea que ya es suficiente. Si quieren la central, de acuerdo, fantástico, pero que la pongan en otro pueblo", afirma uno de los veteranos contertulios.

La ciudadanía protesta cuando la infraestructura se instala cerca de casa
La creciente conflictividad es un fenómeno de escala global
Es difícil convencer a quienes protestan una vez que se movilizan
La sociedad se siente agredida por tecnologías que no entiende

Morata es el trasunto de un fenómeno general. Cada dos años, poco más o menos, España se queda al borde del apagón. Literalmente. Barcelona se quedó a oscuras el pasado verano. Madrid tiene todas las papeletas para que suceda algo parecido, porque gasta mucho, pero apenas produce: "Es un sumidero de energía", explica el secretario general de Energía, Ignasi Nieto, para defender la necesidad de levantar centrales como la que provoca espumarajos en los vecinos de Morata. Porque las soluciones ante la amenaza de apagones son de cajón. Construir plantas y aumentar la interconexión con Europa. El pero -porque siempre hay un pero- es dónde ponerle el cascabel al gato.

Nadie quiere una central que afea el paisaje y contamina, ni una línea de muy alta tensión que pase por su pueblo; mejor que pase por el pueblo de al lado, o que no pase. Pero, evidentemente, nadie está dispuesto a renunciar a las bondades de la energía eléctrica. Todos los beneficios, por supuesto, pero pagando lo menos posible. Que paguen otros. El ministro Joan Clos resumía en el Congreso hace unos meses lo que ocurre: "Sí, tiene que haber comisarías; sí, tiene que haber cárceles; sí, tiene que haber instalaciones eléctricas. Pero nadie las quiere cerca de casa. Y cerca de alguna casa tendrán que estar".

Vivimos en un contexto de relativa crispación social por la ubicación territorial de grandes o pequeñas infraestructuras que, a pesar de ser necesarias para el conjunto de la sociedad, son rechazadas por los vecinos de la zona donde deben instalarse (a no ser que esos mismos vecinos cobren por ello, claro). Lo habitual es estar teórica y exquisitamente de acuerdo con ciertos proyectos colectivos... siempre y cuando no se instalen cerca de casa.

La escala del problema es absolutamente global. EE UU y el Reino Unido son las grandes referencias internacionales de este fenómeno, pero los problemas se dan en toda Europa, en Latinoamérica, en los países avanzados y en los que están en vías de desarrollo. Y, desde luego, España no es una excepción.

a tener cobertura para el teléfono móvil en toda España, pero no a las antenas en mi edificio. Hay decenas de casos más: las carreteras, las narcosalas y las prisiones provocan reacciones airadas, manifestaciones, conflictos subidos de tono. Con las incineradoras de residuos, los trasvases y las depuradoras de agua sucede poco más o menos lo mismo. Las energías limpias tienen un amplio abanico de apoyos, pero a poder ser que no instalen un molino de viento que destruya el paisaje de la comarca de uno. O las vistas desde la terraza de casa. En Suecia hay una encendida polémica sobre la contaminación visual de los aerogeneradores. Y también al otro lado del mundo, en la Patagonia argentina.

Se trata de un fenómeno disperso y poco uniforme -y cada vez más frecuente- que los anglosajones llaman nimby, acrónimo de not in my backyard (no en mi patio trasero). Una etiqueta que no siempre es adecuada, porque en muchas ocasiones hay muchos y buenos argumentos para oponerse a un proyecto, pero que -con matices- pueden incluirse dentro de lo que ya se conoce como cultura del no.

Unas 15.000 personas salieron a la calle el pasado domingo en Girona contra la línea de muy alta tensión entre España y Francia. Algunos están contra de cualquier diseño de la línea, pase por donde pase. Otros ven su necesidad, pero prefieren que se entierre o incluso que entre por vía marítima. Movilizaciones populares, decretos municipales de paralización de obras, alertas ecologistas sobre el riesgo de incendios o temores sobre los efectos nocivos de las radiaciones han convertido el proyecto en una auténtica carrera de obstáculos para las compañías eléctricas desde hace años. La situación está totalmente enrocada. "No hay acuerdo posible, o es muy complicado. Porque hay gente que ni siquiera acepta el debate. El proyecto está tan enquistado que prácticamente no hay solución posible que elimine la sensación de agravio", reconoce Nieto.

A otro nivel, el caso de la planta de Morata de Tajuña es casi tan antiguo como el de la línea de alta tensión de Girona. Hace ya cerca de 10 años, la compañía franco-belga Electrabel empezó a moverse para construir la central. Es la tercera eléctrica que lo intenta en suelo morateño. Llegó a firmar acuerdos con el Ayuntamiento -en el año 2000- e incluso se aseguró una parcela del Consistorio. El Ayuntamiento no sólo ha recuperado esa parcela, sino que desde 2002 se opone radicalmente al proyecto. Ha conseguido que todos los diputados de la Asamblea de Madrid (PP, PSOE e IU) tomen medidas para paralizarlo.

Menos virulento que algunos lugareños pero igual de firme, su alcalde, Mariano Franco, del PP, destaca que la central "no cumple los requisitos legales: está a 1.300 metros del núcleo urbano y la distancia mínima es de dos kilómetros". Al margen de la normativa, Franco saca a relucir las auténticas razones del no de Morata: "El pueblo aloja ya una de las mayores cementeras de Europa, y varias empresas de extracción que emiten dos terceras partes del CO2 de la Comunidad de Madrid", sostiene.

El informe del Ayuntamiento va a ser negativo, y con ese rechazo el Gobierno regional no puede conceder la autorización ambiental necesaria, a juicio del equipo de gobierno de Morata. Hay cuatro contenciosos abiertos, pero Electrabel sigue empeñada en empezar a producir electricidad en 2010 y defiende el carácter limpio de las centrales que queman gas natural para hacer frente a los críticos.

Los 13 concejales de Morata han prometido dimitir si la central sale adelante. El alcalde no se anda por las ramas. "Cumplimos con creces nuestra cuota de solidaridad. Hay pueblos que no tienen focos contaminantes. Y en comunidades cercanas a Madrid hay mucha superficie y poca densidad de población. Que se vayan allí", aduce.

El secretario general de Energía entiende los argumentos de Morata, pero deja en el alero la solución: "Es cierto que hay una cementera y que puede haber otros lugares para instalar la planta eléctrica. Pero no es menos cierto que Electrabel tuvo facilidades para hacerse con terrenos en su día, y tiene todo el derecho a reclamar. Y sobre todo es imprescindible asegurar el suministro de Madrid", explica.

Nieto es ya casi un experto en este tipo de conflictos. En sus dos años y medio en el ministerio los ha visto de todos los colores. "Parques eólicos en Asturias y León; plantas de almacenamiento de gas en la Comunidad Valenciana; el debate nuclear latente, por supuesto... A la hora de hacer infraestructuras lo normal es que los problemas aparezcan. Sería fácil hacerlo por decreto, pero eso no es lo normal en una democracia. Tal vez en los países nórdicos es más sencillo, pero en el resto de Europa los conflictos son cada vez más habituales", reflexiona.

Industria mantiene que se esfuerza en hacer pedagogía ante la población para evitar que se generen conflictos y que la ciudadanía entienda que los proyectos son necesarios. Nieto pone como ejemplo el proyecto Castor, una planta de almacenaje y tratamiento de gas en la zona de Vinaròs (Castellón) que inicialmente generó rechazo por su impacto visual, pero que Industria intenta reconducir. "Se reubicó la planta en un emplazamiento algo más caro pero asumible, que ha reducido las protestas. Quedan flecos por cerrar, pero es un buen ejemplo de la necesidad de buscar alternativas y hacer compatibles intereses generales y particulares con proyectos abiertos", afirma el responsable del ministerio.

Los expertos tienen su propia lectura del fenómeno. El geógrafo Oriol Nel·lo, autor del libro Aquí no! y actualmente en el Departamento de Política Territorial del Ejecutivo catalán, argumenta que la conflictividad se debe "a la importancia creciente del territorio -se da la paradoja de que nunca ha sido tan fácil mover personas y capitales y eso provoca conflictos, porque los territorios compiten por atraerlos-, a las dificultades de las administraciones de planificar y explicar las políticas públicas y, sobre todo, al descrédito de la clase política".

Los mecanismos regulares de democracia participativa apenas funcionan, a juicio de Nel·lo, y eso provoca la aparición de movimientos "locales, defensivos, que suelen ser apolíticos y institucionales, y a los que suele ser difícil convencer una vez se han creado". El geógrafo catalán aconseja utilizar la etiqueta nimby con mucha cautela. "Suele usarse demasiado a la ligera, y tiene connotaciones claramente negativas. Pero algunos de estos movimientos han demostrado que tienen argumentos sólidos -los antitrasvase del Ebro tampoco quieren el agua del Ródano, por ejemplo- y no es raro que, cuando rechazan algo, planteen alternativas".

Desde la Universidad de Turón, Luigi Bobbio añade que el fenómeno nimby es aún "muy difuso y heterogéneo en países como Italia y España". "Las plataformas son a la vez una señal del renacimiento de la democracia de base y una amenazadora manifestación de la antipolítica. Y no hay que olvidar que surgen por la incertidumbre creciente de una sociedad que se siente agredida por riesgos que cada vez controla menos", explica.

El síndrome nimby se estudia en EE UU y el Reino Unido desde los años setenta. Y desde el mundo anglosajón llegan algunas soluciones interesantes. Eire y el Ulster, en Irlanda, han pactado un mercado eléctrico común gestionado por un regulador único, con siete consejeros. Tres del Ulster, tres de Irlanda y un independiente, el español José Ignacio Pérez Arriaga, el árbitro en caso de diferencias irreconciliables como las que aparecen en la línea España-Francia. Respuestas que parecen difíciles en países latinos: en Italia, el síndrome nimby ha entrado en campaña y los principales partidos han prometido desatascar proyectos de infraestructuras vitales para la economía italiana, donde las protestas surgen aquí y allá. El actor estadounidense George Clooney ha protagonizado uno de los últimos casos en el lago Como, con la paralización de una inversión de 12 millones de euros en una obra faraónica que a su parecer arruinaría la tranquilidad de ese enclave transalpino. Por no mencionar el efecto sobre su residencia, Villa Oleandra, con vistas al lago.

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Sobre la firma

Claudi Pérez
Director adjunto de EL PAÍS. Excorresponsal político y económico, exredactor jefe de política nacional, excorresponsal en Bruselas durante toda la crisis del euro y anteriormente especialista en asuntos económicos internacionales. Premio Salvador de Madariaga. Madrid, y antes Bruselas, y aún antes Barcelona.

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