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Columna
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Ropa interior a la vista

A las muchachas se les ven, como poco, los tirantes del sujetador y a los muchachos los elásticos de los calzoncillos mostrando o no una marca. La ropa interior logró este nombre porque pertenecía a un espacio celado y se la llamó íntima porque, igualmente, no se dejaba observar más que por el usuario y las pocas personas que pudieran gozar de un privilegiado acceso a la alcoba.

Todas las ropas tienden a cubrir, pero las prendas que de siempre se exhibieron eran parte de un complejo lenguaje en el que estaba presente el estatus, el gusto, la personalidad y hasta la perentoriedad. Tenían la función de abrigar y de adornar, de informar a los demás sobre sus portadores, captar su admiración o su amor. Nada de todo ello correspondía abiertamente a las ropas íntimas que pertenecieron durante mucho tiempo bien al orden del matrimonio, bien al orden de la impudicia o de la sanidad.

Mostrar sin reparos las prendas íntimas es signo de una revolución entre lo público y lo privado

En conjunto, las ropas exteriores, con o sin marca y moda, realizaban la función de integrarnos en la sociedad mientras las ropas interiores nos eludían de ella. Con las primeras ingresábamos en la comunidad, sus pompas y sus reglas, mientras del ajuar interior no se decía nada. Las primeras estaban concebidas para comunicarse con todos los demás y las segundas para callar o, acaso, para susurrar. La ropa íntima se escondía de cualquier observación fuera de nuestra mirada o la del amante considerada parte de nuestro espejo. Y, excepcionalmente, ante el médico en una sala aséptica y una luz clínica, sin carnalidad.

Que ahora los adolescentes -y no adolescentes- enseñen sin reparos su ropa interior viene a ser el signo de una trascendente revolución entre el adentro y el afuera, lo público y lo privado, la polis y el domus. ¿Efectos del hedonismo consumista y de su relajación moral? Las marcas que se muestran desde el sostén o el boxer, desde el tanga al sujetador, no presenta nada que no se hubiera conocido antes en la cultura de consumo. La marca actúa como un señuelo de identidad que se cumple en el bucle de la elección, su precio y sus complicidades. Lo relativamente inédito, sin embargo, es la consideración de la prenda interior como otra prenda exterior o, lo que es lo mismo, la eliminación de fronteras entre el textil que se pega al cuerpo y el textil que se apega al textil.

De modo que o todos somos ya textiles marcados o todos ya -moralmente- un solo cuerpo. Entre ambas condiciones discurre el sendero que acoge la visión normalizada de la prenda interior. ¿Un descaro? Sólo si se respeta la secular idea de las dos caras. Pero aquí y ahora, de la misma manera que pedimos una liberación de la cara de la chica islámica que el burka tapa, podría demandarse la liberación de aquellas zonas que guarda la lencería y cuya palabra alude también a los vestidos de las camas o las mesas del interior doméstico como parte de un sistema privativo.

Sacar, pues, los llamados paños menores a la calle viene a ser como un desideratum de la participación. Una impensada utopía que ahora circula de hecho como una denuncia junto a la patraña de la transparencia mercantil o política y al lado de la persistente hipocresía burguesa entre el sí y el no.

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