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Columna
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Siglo 0

En mis pueblos, Elche y Santa Pola, donde todavía se cantan en verano las más antiguas habaneras, hay una que dice, en valenciano: "Venimos de la mar. No traemos dinero, vamos a c?al mestre (a casa del patrón) y no hay nada que hacer, volvemos a casa con un malhumor al ver que se acercan, al ver que se acercan, els festes d?agost".

La letra alude al tiempo que antes copaban las vacaciones obreras ilicitanas, desde el 25 de julio, día de San Jaime, hasta la festa de la Maredeu, el 25 de agosto. Al cabo de ese intermedio llegaba la amargura de acercarse al lugar de trabajo donde ya no había faena, de chocar con una normalidad donde la anormalidad era su perspectiva. La anormalidad o la ocupación cero, la reunión exacta con una realidad irreal. Irreal e ininteligible a la vez. Porque ¿qué hacer si no hay trabajo? ¿Qué hacer si no hay quehacer?

La crisis financiera ha llegado a ser desesperante, universal y especialmente histórica por lo laboral

La persistencia y gravedad de esta crisis está dibujando una imagen del no sentido ante la desconcertada población. El trabajo fue la seña de la identidad y vida, especialmente en el siglo XIX, donde el valor de cada cosa dependía en buena medida del trabajo (la plusvalía) que se le incorporaba. El trabajo daba vida. Después, el tiempo de ocio o "tiempo libre" que empezó a conocer Occidente en el siglo XX estableció dos pilares para la posible personalidad en lo social. Se era esto o aquello, no solamente por el oficio que cincelaba al personaje sino por el ocio que gozaba y los gestos del consumo que contribuían a perfilar la apariencia, la comparecencia y la diferencia.

Reducida la importancia del trabajo, corroída su duración y su cualificación, las elecciones del consumo, cada vez más extensas, suplieron con sus marcas, sus tatuajes o sus hobbies, el declive orgánico procedente de la producción. Los prosumers, híbrido de productor y consumidor, fue inclinándose hacia el consumidor, ciudadano esencial de nuestro tiempo. Tan esencial que todas las actuales llamadas oficiales para superar la crisis colectiva ruegan al ciudadano que gaste más y ahorre menos. El ahorro detrae energía mientras el consumo impulsa a producir, aumenta las cifras de empleo y, al cabo, empuja a la prosperidad.

La crisis financiera ha llegado a ser desesperante, universal y especialmente histórica no tanto por lo financiero como por lo laboral, el derrumbe del consumo y la negra previsión de que en el futuro no se consumirá igual. Los comercios ofrecen dos artículos por el precio de uno, los descuentos llegan al 70% y en su extremo, los comerciantes se conformarían con cubrir sus costes. Millones de empresas han cerrado en estos dos últimos años.

Concluida esta etapa exultante, optimista, consumidora, hedonista, el mundo gira en una dirección que sin saber todavía su ruta, adquiere un innominado (e ignominioso) perfil. Justamente un perfil que debe dar sentido al nuevo sentido general que ha sembrado una crisis que no ha llegado para pasar de largo sino, como se ve, un curso tras otro, para fundar un mundo sustantivamente diferente.

A estas alturas, el reluciente pasado de los 15 últimos años, felices y codiciosos, recuerda al especular periodo de la clase media que se extendió tras la II Guerra Mundial y bajo la bendita socialdemocracia. Pero uno y otro periodo desaparecen entre las fumarolas del incendio colectivo.

¿Qué hacer? Lo más característico de nuestros días es que no se sabe qué hacer. Y no sólo incluye esto el "no sabemos lo que nos pasa y eso es lo que nos pasa". Sabemos, más o menos, lo que nos pasa, pero no acertamos, ni en Europa ni en Estados Unidos, en las medidas que lo hagan pasar.

En realidad, una suerte de incontrolable consecuencia, un fenómeno similar a la temible rebelión de los robots, está ocurriendo ahora. Y así como no puede pararse la fuga de petróleo en el golfo de México o el terrorismo de Irak, la maquinaria económica ha adquirido un complicado rumbo, más complejo que los psicoanálisis de la autoridad. O de otro modo, la economía y sus concomitancias han contraído una deriva o cepa inédita propia del siglo XXI mientras la política y sus representantes, el sistema democrático y sus ministerios, siguen la rancia bacteria que recibieron del siglo XIX. ¿Solución? "La revolución", decíamos en los años sesenta. Medio siglo después la ecuación se alza con claridad. Los dirigentes no saben cómo manejar esta nueva situación, siendo la situación una inédita metamorfosis de la historia vivida.

De modo que así como las puertas automáticas se abren aunque no deseemos traspasarlas y las escaleras mecánicas suben y bajan sin que necesitemos subir o bajar, la nueva economía y sus circunstancias se mueven autónomas y a su aire. Entre el aroma, perfume o veneno, de l?air du temps.

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