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Columna
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Teoría del afeitado

Por banal que parezca, la aparición de una nueva Gillette, una nueva maquinilla de afeitar con el nombre de Fusión ProGlide debe interpretarse como un crucial y significativo cambio hacia la eliminación de la diferencia sexual en nuestros tiempos. Aunque lo parezca, el verbo afeitar no tiene nada que ver con afear. Afeitar viene de affectare (arreglar) y aunque suene mal tiene el propósito de sentar bien. La monótona repetición de afeitarse cada día obstaculiza la indagación de su último sentido, pero el territorio de su exploración se halla lleno de sugerencias.

Cada día, cada mañana casi sin excepción, el sujeto reitera ante el espejo la maniobra de afeitado que no es una simple depilación sino, mejor, una erradicación extrema. La cara se obstina en desarrollar su plantación orgánica, pugna por expresarse a través de su pilosidad, pero los hombres, una y otra vez, derrotan su propósito.

El ideal del rasurado sin fricción no curte a la usanza del hombre, acaricia su rostro a imagen de la mujer

A primera vista, el afeitado se corresponde, sin más, con una tarea de aseo, pero un examen ulterior hace ver que su acción niega de raíz la manifestación de la barba y para lograrlo, cercena. ¿Cómo no tomar este episodio, al menos como una abscisión simbólica? ¿Cómo no advertir una voluntad aniquiladora por limitada o específica que sea?

Los pelos caen muertos (decapitados) sobre el lavabo y se pierden en el sumidero envueltos en abominables espumas, desdeñados como detritus que antes, jactanciosamente, pretendieron vivir en nuestra cara.

El afeitado despeja el cutis ante las miradas de los demás pero, en definitiva, de acuerdo a su etimología primordial no viene a ser otra cosa que la exhibición de una apariencia falsificada, afectada.

El tacto y el color de la piel se alteran a diario tras cumplimentar el mandato de afeitarse. Y este mandato es absoluto puesto que quienes no se afeitan no escapan, tampoco, al conjunto del sistema. Serán gentes que, con barba, evocan poderosamente al afeitado y no para contravenirlo, sino para valerse del potencial que deriva de la ausencia.

La barba, en suma, nace del "no" al afeitado y gira en el interior de su órbita incluso por desorbitada que sea. De hecho, el afeitado es un quehacer iniciático que ya los hombres de la prehistoria practicaban con huesos o piedras de sílex.

¿Ha de interpretarse esta obsesión ancestral psicoanalíticamente? ¿Hay en esta mutilación un indicio de la sociedad represiva? ¿O, por el contrario, el afeitado sería una suerte de manifiesto liberadora que defiende el desnudo civilizatorio ante el grupo?

Nada es lo bastante convincente como para extraer el afeitado de la absurda memoria donde habita. Además, afeitado y absurdo poseen en común la misma sensación de hacer algo sin querer y sin dejarlo de hacer.

Gillette lanza cada tres o cuatro años una nueva maquinilla de afeitar cuya publicidad se encarga de difundirla como un nuevo ingenio que, gracias al éxito de sus investigaciones, reduce la fricción de las hojas.

Concretamente, con el reciente lanzamiento de la Nueva Fusión ProGlide la publicidad omnipresente destaca como suma novedad un trascendente cambio de concepto: "Pasar del afeitado al deslizado" (glide).

El deslizado connota con la suavidad de la crema (de belleza) y el nuevo revestimiento "antifricción" de sus cuchillas traslada a un imaginario ajeno al corte. Ajeno a lo que sea sajar o atajar.

El afeitado no corta ni la piel ni el pelo, no ataja su crecimiento, solo se desliza sobre el rostro como un maquillaje. Desaparece la barba, se esfuma insensiblemente su sombra, como si nunca se hubiera asentado.

En definitiva, el ideal del afeitado contemporáneo, representado por Gillette, coincide con el grado cero del afeitado. Su clímax es la abolición del roce que legendariamente esculpía la mandíbula viril. Con fricción cero no hay pues afeitado en sentido masculino.

No hay fricción y, en consecuencia, el afeitado no curte según la usanza de los hombres-hombres, sino que acaricia su rostro a imagen y semejanza de una mujer que se embadurna con un tarro de Sisheido.

El hombre sale de la casa a la calle tratándose, por fin, el cutis como hace ella. Desde 1901 Gillette puede presumir de no ser otra cosa que una larga investigación del corte destinada a eliminar gradualmente la diferencia de cara entre los sexos.

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