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Columna
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Teoría del año nuevo

El tiempo se computa numéricamente pero no hay nada menos numérico y mensurable que la temporalidad. Pueden vivirse cien años como treinta y cinco y cuarenta y dos como una eternidad.

Por naturaleza, el tiempo es relativo y no absoluto. Pero ¿cómo tratar con la relatividad? Nos consideramos instruidos para pesar y medir, pero ¿cómo ponderar lo que no posee ninguna tasa? El tiempo, decimos, se nos va de las manos. Y, efectivamente, es imposible de manipular. Posee una autonomía tan caprichosa que le hace comportarse como otro ser vivo. Animal de gozo y de muerte, sólido, líquido o desvanecido en los brazos de la felicidad. Ciertamente, resulta el tiempo tan vivo que a menudo se agota muscularmente en las fiestas, se detiene sádicamente en el dolor y corre frenéticamente en los momentos de su máxima palpitación dichosa.

El tiempo es un espejo. ¿Quién puede dudarlo contemplándose en él?

El análisis de sus secuencias podría conducirnos acaso a predecirlo pero es inútil esta pretensión porque el tiempo se desenvuelve sin ataduras, actúa como el Dios que es y nos sorprende, nos lame o nos hiere incondicionalmente. Sólo en intervalos tan espesos como las fiestas de Navidad tiende a comportarse de una manera tópica, tal como si su misma condición animal le apegara a estas dulzonas onomásticas.

La morosidad de la semana navideña representa simbólicamente un atasco en la durabilidad. En verdad, no han pasado las fiestas de Navidad sino que hemos salido de ellas. El tiempo atascado entre el 24 de diciembre y el 1 de enero reproduce el principio de Bernoulli interpretado al revés. Las horas frenan su velocidad y llegan a componer un tifón o un torbellino casi inmóvil en el extremo del año. Un torbellino tupido y grave como para no avanzar sino mantenerse empalagado y grave como en las tolvas que fabrican el turrón. La Navidad suele ser siempre de este orden dulzón y perezoso del mazapán y el turrón mientras la nochevieja, con la explosión del cava o el champaña, recupera la aceleración.

De este modo súbito ingresamos en el nuevo año, lanzados como el corcho, aturdidos y absurdos, puesto que el año nuevo nos acoge desde su sede preestablecida y somos nosotros quienes, desorientados, llegamos a su escena. El tiempo siempre está. No llega, pasa o circula, sino que reina eternamente. Preexiste como el espacio cósmico y nosotros lo atravesamos de una u otra manera, a una u otra velocidad, en relación con su viscosidad, su nervio o su azar. Si no vivimos del todo espantados ante su formidable poder es gracias a la ficción del cómputo que amaneradamente le aplicamos. Gracias a la burda segmentación en meses, días o años conseguimos visualizar suturas y, de este modo, la continuidad absoluta se apacigua, su devenir sin tregua se humaniza y su infinitud adquiere, en fin, la apariencia de una suma.

La partición del tiempo y la partición del espacio favorecen la ilusión de llegar a poseerlo o soportarlo y así como la parcelación del espacio nos permite la fantasía de una patria y un hogar, gracias a la división del tiempo logramos una sede para el recuerdo y la mortalidad en porciones. De otro modo nos disolveríamos en la inmensidad y nuestra ya pobre identidad llegaría a cero. El tiempo es un espejo. ¿Quién puede dudarlo contemplándose en él? Y el tiempo navideño será, gracias a su rotación tradicional, la circunstancia capaz de hacernos creer en un centro feliz girando sobre un eje inmutable: amasándose, endulzándose, espesándose como la sustancia materna en la que nos sumiríamos antes que experimentar el helor del Año Nuevo.

Todo lo nuevo que huele a nuevo pierde su prueba de verdad pero de modo fatal y obligatorio, arrastrados por la tracción del tiempo, nos encontramos en 2008, con el tiempo preestablecido y eterno esperándonos delante, extendido e incalculable, con Dios sabe qué amenazante intención. (www.elboomeran.com)

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