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Y se armó la de Dios es Cristo

La disputa sobre si Jesús de Nazaret era hijo de Dios y no un nuevo y revoltoso mesías ha sido un elemento de exasperación y ferocidad para la jerarquía cristiana desde los tiempos en que Pablo de Tarso, el auténtico secretario de organización de esta iglesia, puso firme al mismísimo apóstol Pedro en el concilio de Jerusalén, celebrado en torno al año 46, dieciséis después de la crucifixión del fundador. De entonces para acá, y sobre todo desde el concilio de Nicea (año 325), donde el emperador Constantino impuso la paz teológica aplastando la cabeza de los seguidores de Arrio, son incontables los teólogos que penan por ir más allá de lo que el aparato les tenía permitido. En la nómina de los perseguidos por desviaciones varias figura el mismísimo Tomás de Aquino, y está también Ignacio de Loyola, fundador de los jesuitas, que llegó a ser un preso de la Inquisición. Sólo desde 1978, año en que llegó a papa el polaco Karol Wojtyla, el Vaticano ha censurado o excomulgado a más de quinientos teólogos.

Voltaire calculó al cristianismo un millón de muertos por siglo a causa de las guerras de religión. Y la sabiduría popular, la más afectada por tantas belicosas trifulcas teológicas, acuñó la expresión "¡Y se armó la de Dios es cristo!", para escenificar las consecuencias de esa que Jean Paul Sartre llamó "atrevida voluntad de anonadar el absurdo".

La Iglesia de Roma tiene un núcleo irrenunciable de doctrina (sobre Dios, sobre la Virgen...), y quiere guardarlo con siete llaves. Pero los teólogos que escapan a su disciplina, o que no viven de su salario, liberados de amenazas de tortura, exilio u hoguera, no cejan de especular sobre nuevas formas de ver a su Dios. A eso se llamaba antes Teología, la emperatriz de las ciencias en tiempos del de Aquino, pero Roma busca encerrar esta disciplina académica en una capilla de catequistas repitiendo lo que Roma ordene o decida en cada momento.

Se acabaron los tiempos en que la teología era parte de la filosofía (o viceversa); la retórica, el arte de la prueba; y la refutación, la criada de ambas. Por cierto, los teólogos condenados (ahora Tamayo, pero también Hans Küng, Edward Schillebeeckx, Leonardo Boff, tantos otros), siguen llamándose cristianos y tienen un gran eco entre los creyentes, entre los otros teólogos, y entre obispos, sacerdotes y religiosas. Incluso entre los agnósticos que, con razón, sostienen que si Dios existe y es uno, sería inútil encerrar su concepto entre muros de ortodoxia en un mundo que no parará jamás de hacerse preguntas. La Iglesia ha tenido que pedir perdón muchas veces por errores terribles (pongamos el caso Galileo), para imponer aún verdades o respuestas en exclusiva.

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