Un cambio para siempre
Un fumador recorre los bares de su rutina cotidiana

Nada parece distinto a la hora del aperitivo. En Madrid, desde Callao hasta Gran Vía, de Bilbao a Tribunal, la tropa se entrega al culto del chato, la caña y el vermú con sifón con el ardor del converso y la aplicación de costumbre. Para el fino observador, sin embargo, no son escasos los signos de que algo muy gordo ha cambiado para siempre.
Allí abajo, al pie de la barra, el habitual muestrario de cabezas de gamba, valvas de mejillón, huesos de alitas y servilletas usadas luce deslustrado pues ha perdido un miembro entrañable y veterano: la colilla, en sus dos variantes blanca y anaranjada, y también el general tono grisáceo en que envolvía al conjunto la ceniza de las colillas que aún no lo eran.
La hora del fútbol es justo la que queda más rara con una atmósfera limpia
Apunta también el fenómeno extraordinario de las terrazas de invierno. El Café Comercial, en la glorieta de Bilbao, siempre la ha sacado, pero ahora hasta se sienta la gente, todos con su paquete de Marlboro light puesto encima de la mesa por bandera. Y bajando por la calle de Fuencarral ya queda poco bareto de aluminio y formica que no haya puesto la suya, con una o dos mesas a lo sumo y una pata asomando por el bordillo. Son las nuevas terrazas callejeras del milenio sin humos.
Habrá momentos malos: el argumento inspirado, la discusión embravecida, el gol fallado por poco, todos llaman a encender un cigarrillo con gesto decidido. Pero también habrá compensaciones, porque lo mejor en todos esos casos es salirse a la calle a fumarlo. Las cosas se ven de otro modo desde la fresca. La pendencia tabernaria se transforma en un ruido lejano, y a la puerta del bar se hacen nuevos amigos, a veces de otros equipos.
La hora del fútbol es justo la que queda más rara con una atmósfera limpia. Hasta ahora, si uno entraba de repente en un bar -a comprar tabaco, por ejemplo- y resulta que había fútbol, recibía dos impactos inesperados y simultáneos: el volumen del televisor más allá de lo que puede medirse en decibelios, y el hedor ácido y punzante de los seis o siete puros encendidos en la barra. A partir de ahora habrá que conformarse con la trepanación de tímpano.
La mayor parte de la gente lo lleva peor en el restaurante. Un fumador que se acaba de comer una fabada, un chuletón y medio kilo de nata puede ser difícil de persuadir de que renuncie a la dosis de nicotina que lo remataría. Puede salirse a la calle a fumarlo, pero todo ese ejercicio extenuante parece contrario a la religión de la sobremesa, que demanda un sedentarismo estricto mientras el colesterol se va agarrando a los endotelios. No hay muchos argumentos capaces de arrastrar tanto peso, y a más de un gourmet veremos dejar de fumar estos días.
Pero todo esto son detalles para consumo de finos observadores. Para los demás fumadores, esta puede ser una gran ocasión de ahorrarse una pasta.

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