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Columna
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La catarsis del consumidor

Si, como otras veces, la Crisis hubiera durado unos meses y afectado sólo a un sector de la población, el conflicto se olvidaría poco más tarde. Lo que sucede con esta Gran Crisis, que de financiera, económica o sistémica ha pasado a ser duradera, profunda e integral, es que, con probabilidad, tendrá consecuencias notables sobre los modos de vida.

No pocas revistas de marketing, donde se encuentran hoy los mejores sociólogos, se ocupan ya del consumidor "postcrisis", este sujeto que tras sufrir largo tiempo la adversidad se vuelve resistente a regresar con elasticidad (o resiliencia) a los patrones precedentes.

Frente al hedonismo de una época disoluta -claman los moralistas- ha llegado el momento de la expiación. Como efecto de la extrema codicia de los más poderosos y la complicidad del Estado, llega este infierno en que se quema la esperanza, la confianza y la ilusión.

El factor emocional procuraba experiencias y creaba lazos en un tiempo romántico e ilusionista
En la dialéctica con el cliente el ambiente irá derivando antes a lo más sensato que a lo sensual

Desde una u otra perspectiva, nuestros días se presentarían como un revival del Antiguo Testamento, pero no se trata solamente de pecar y penar. Esta Crisis -bíblica o no- ha terminado por mostrar el efectivo fracaso de un modelo de crecimiento capitalista que otro patrón debe superar.

Con la seguridad, más o menos garantizada, de que la crisis se prolongará demasiado, el responsable de Investigación Cualitativa del grupo BBVA ha dibujado en la revista I&M (Investigación y Marketing) algunas de las características que perfilarán al nuevo consumidor cuando acabe, por fin, esta insoportable sevicia.

Casi todas esas características tienen que ver con el autocontrol del gasto, pero, sobre todo, se refieren, fundamentalmente, al aumento del factor "racional" sobre el factor "emocional".

El factor emocional o e-factor constituyó el eje de la oferta en la etapa anterior. Los comercios, las peluquerías, las colecciones de ropa, los templos o las calles debían dotarse de elementos afectivos que captaran el (productivo) amor del consumidor. No bastaba con el diseño de las carrocerías, sino que el interior de los coches debía oler a reciedumbre, feminidad o sexualidad. No bastaba con diseñar hoteles con encanto sino que, además, la cadena brindaba una colección de CD en los que concentraba el espíritu, tan indecible como inimitable, de su "cultura".

El factor emocional procuraba experiencias añadidas y creaba lazos sentimentales. Todo ello, efectivamente, en un tiempo eminentemente romántico y no tanto materialista como ilusionista. El hiperconsumo, el superendeudamiento, los fuertes deseos de aventura, el presentismo, fueron todos componentes de la ilusión por vivir intensamente, al día y sin restricción. Las restricciones que ha impuesto ahora la crisis actuarán por tanto, según los especialistas del marketing, como un duro entrenamiento del sujeto consumidor. Le instruirán en el hábito de dilatar los intervalos entre sus deseos y la satisfacción, en calibrar mejor sus disponibilidades reales y en cambiar, en suma, de un comportamiento típicamente adolescente a otro de mayor madurez.

Por ejemplo, el dinero ganará mayor valor como ahorro contra la inseguridad que antes y el consumo se decidirá según criterios que ponderan su utilidad. Paralelamente, la Oferta, que parecía antes haber seducido a la delirante clientela, deberá aprender a tratarse con un comprador más reflexivo y menos ofuscado por la inmediatez.

¿Consecuencia? La consecuencia será que no solamente las marcas deberán ganar en solidez y honestidad funcional, sino que en la dialéctica con el cliente el ambiente irá derivando antes a lo más sensato que a lo sensual. Como en todos los vaivenes de la historia, con o sin quiebra económica, de la fogosidad por vivir al día se pasa a saborear la duración y del elogio de la locura la estima del autocontrol. O en definitiva, del valor supremo del instante a la serena constante del valor.

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