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Columna
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El encanto de lo efímero

Los partidos políticos ya no interesan a nadie pero, en su lugar, han ganado muchísimo público los movimientos sociales. ¿En su lugar? No exactamente en aquel lugar ahora envejecido, desvencijado y tan pestilente como corrupto, sino en un nuevo territorio a donde la gente acude respondiendo a una llamada ocasional que, tras atenderla unas horas, se vuelve a casa. Ningún partido político sería capaz de provocar la gran kermesse que ha desencadenado el caso de Aminetu Haidar en nombre de una ignorada causa, pero el humanitarismo sí. Los movimientos sociales se nutren de bondad y medias, acaso por unas horas, unos días, pero con ello reúnen desde cantantes a directores de cine, desde premios nobeles a vecinos de barrio.

Una primera y obvia ventaja del movimiento social sobre el partido político es que el compromiso dura menos, al estilo de las parejas modernas y la independencia es mayor. Las otras ventajas se derivan de que no es apenas necesario pensar, basta con sentir. No es necesario profesar una ideología y todo eso, sino comportarse como un ser humano cabal. De ese modo, el que se une a un movimiento social no se siente una facción sino el mejor rostro -mejor facción- de la especie humana sea a propósito de la guerra, la naturaleza o el sida.

No hay quien mueva un dedo por una utopía de Zapatero ni de Rajoy porque a su misma declinación han contribuido también la obscena mendacidad de sus predicadores. Mentiras gordas que no sólo han terminado con la credibilidad de los partidos y sus jefes sino que han hecho crecer una serie de anhelos apolíticos, antipolíticos o postpolíticos centrados en asuntos tan claros y concretos como la mejora de la ciudad y su urbanismo, del trabajo y su compatibilidad familiar, de la justicia y sus aterradores plazos, de la energía y su seguridad, de la enfermedad y sus amparos, de la nueva educación y su sentido.

Las últimas manifestaciones con espíritu de cambio, sea en Ucrania o en Italia, no han tomado el nombre de un mundo nuevo sino de un color. La primera se llamó la revolución naranja y la segunda revolución violeta. Como los lazos el día del cáncer de mamá, la lucha contra el chapapote o el "no" a la guerra, el color actúa como un distintivo superficial que se pone y se quita a discreción. En ese breve tiempo, sin embargo, se contribuye directamente a una causa humana y su colaborador gana autoestima.

Un partido, ni siquiera cuando celebra fiestas, logra sacudirse su atmósfera revenida. El movimiento social callejero, entusiasta, surtido, circunstancial, se corresponde con la cultura de nuestro tiempo. La gente se reúne con gente sin necesidad de soportar los malos alientos del correligionario. Ni derechas ni izquierdas cerradas, el siglo XXI se extiende a un lado y a otro en un ciberespacio donde cabe cualquiera.

La decadencia o la desaparición de las utopías políticas se corresponde con el declive de la ciencia-ficción. Los libros que se disputan la inauguración de la ciencia-ficción son Frankenstein, de Mary Shelley, en 1818, o La máquina del tiempo, de Wells, en 1895. Ambos en torno al paso de un siglo a otro. Frente a ello, los años en torno al siglo XXI no han conocido otra ciencia-ficción que no sea la abstracción de "otro mundo es posible". En su lugar (¿en su lugar?) las utopías han sido reemplazadas por "fantasías" y los personajes mutantes por el señor de los anillos, Da Vinci reciclado o Harry Potter. En parte ensoñaciones infantiles, en parte formas masivas de pasar el rato.

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