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Un estudio que deja huella dactilar

Un nuevo experimento pone en duda una hipótesis centenaria

Puede parecer a muchos que la ciencia ha descubierto ya casi todos los misterios. Puede parecer también que los misterios que quedan por descubrir son tan grandes y lejanos como el origen del universo, o la energía oscura. Poco sospechan esos ingenuos que existe un pequeño misterio al alcance de los dedos, porque no se conoce aún con certeza por qué poseemos huellas dactilares, o mejor dicho, por qué nuestros dedos tienen en su piel las llamadas crestas papilares que dejan una huella personal y única cuando tocamos algo.

Como siempre en ciencia, una vez que se observa un fenómeno, en este caso, la presencia de las crestas papilares en dedos de manos y pies, los científicos, y gentes curiosas en general, se plantean hipótesis para explicarlos. Estas hipótesis pueden ser variopintas. Por ejemplo, habrá incluso quien piense que las crestas papilares existen para facilitar así la identificación de los criminales por la policía. Otros pueden pensar que las crestas papilares son como el código de barras de cada ser humano, reflejo de su código genético.

Se ha supuesto desde hace más de 100 años que las crestas papilares incrementan la fricción al agarrarnos a algo e impiden que nuestras manos resbalen
Aunque reduzcan la fricción en seco podrían aumentarla sobre superficies húmedas, comunes en las selvas tropicales

Pero las anteriores no son buenas hipótesis científicas, porque cualquier buena hipótesis explicativa, en principio, debe integrarse dentro del conocimiento de la rama de la ciencia a la que pertenece, en este caso, la biología. Y resulta que este conocimiento nos dice que no solo los seres humanos poseen crestas papilares. Muchos primates, y otros animales arborícolas, que no necesitan de policía para comportarse bien, también las poseen. Por ejemplo, las crestas papilares de los dedos del Koala, este simpático osito australiano, marsupial como el canguro, son muy, pero muy, similares a las nuestras. Los monos de Sudamérica poseen también crestas papilares, no solo en sus dedos, sino en sus colas prensiles. Esto indica que las crestas papilares deben cumplir una función que permite a los animales arborícolas adaptarse mejor al medio en el que viven. En nuestro caso, aunque no somos animales arborícolas, nuestros ancestros sí lo fueron y, por esa razón, guardamos aún sus huellas (genéticas y dactilares).

Así pues, las hipótesis científicas que se han propuesto para explicar la presencia de crestas papilares en nuestros dedos siempre tienen en consideración que las manos y las colas prensiles son para agarrarse y agarrar. Por esta razón, se ha supuesto desde hace más de cien años que las crestas papilares incrementan la fricción al agarrarnos a algo e impiden que nuestras manos resbalen. Parece razonable, pero, ¿es cierto?

La ciencia no debe conformarse con hipótesis, por razonables que parezcan, para explicar las cosas. La ciencia debe confirmar o refutar sus hipótesis mediante experimentos controlados. En estos experimentos debe medirse, idealmente, la variable bajo estudio, y solo ésta. En este caso, la variable a medir es la fricción de los objetos al contacto con la piel de las yemas de los dedos. Hasta la fecha nadie la había medido ¿Es ésta mayor o menor que la que tendría la piel sin crestas papilares?

Para determinarlo, Roland Ennos, de la Universidad de Manchester (Reino Unido), diseñó una máquina que permite medir la fricción de piezas de plexiglás al deslizarse por un dedo. La idea es simple. La maquina coloca una pequeña pieza de plexiglás sobre un dedo inmovilizado y aplica una presión, desde un ligero toque a un aplastamiento de la yema del dedo sobre el plexiglás. Se intenta hacer deslizar entonces la pieza de plexiglás sobre la superficie del dedo, y la fricción es determinada midiendo la fuerza necesaria para conseguir el deslizamiento. Las pruebas se realizaron con varios dedos diferentes de la mano, en varios ángulos de contacto, y con piezas de plexiglás de varias anchuras. Ennos ha publicado sus resultados recientemente en la revista Journal of Experimental Biology.

Los investigadores esperaban que la fricción aumentara cuanta mayor presión se ejercía sobre el dedo, como es natural. Pero al hacer las medidas comprobaron que ésta aumentaba menos de lo esperado. Era como si las crestas papilares de los dedos se comportaran como el dibujo de un neumático. Los neumáticos con dibujos se agarran mejor en mojado, porque eliminan el agua de la superficie de contacto, pero se agarran peor en una superficie lisa, porque el dibujo resta superficie de contacto con el asfalto.

Los investigadores midieron entonces el área de contacto de los dedos con el plexiglás y la compararon con el área de contacto de un área de piel lisa. Sorprendentemente, las crestas papilares de los dedos disminuyen la superficie de contacto un 33%. Es decir, las crestas papilares no aumentan la fricción, sino que, de hecho, la disminuyen. Agarramos peor las cosas de lo que lo haríamos si no tuviéramos la piel de los dedos llenos de crestas papilares. Así que la explicación tenida por cierta durante el último siglo posiblemente se revela como falsa.

Para intentar explicar el misterio es necesario imaginar nuevas hipótesis que podamos luego confirmar o refutar mediante nuevos experimentos. Las hipótesis no faltan. Una de ellas mantiene que las crestas papilares de los dedos favorecen la sensación táctil. Puede ser cierta, de acuerdo a un artículo publicado nada menos que en la revista Nature el pasado mes de enero.

Otra hipótesis, que no excluye la anterior, es que las crestas papilares, al reducir la fricción, impiden que nos salgan ampollas en la punta de los dedos. Es cierto que las ampollas aparecen siempre en superficies de piel lisa que sufren un rozamiento continuado, pero no suelen salir en los dedos de manos o pies, aunque estén también siempre sometidos a rozamiento.

Por último, otra posible explicación nos recuerda los neumáticos de los que hablábamos antes. Las crestas papilares reducen la fricción en seco, pero podrían aumentarla sobre superficies húmedas, comunes en las selvas tropicales donde viven los animales arborícolas, que no pueden permitirse resbalar a menudo de las ramas a las que se agarran.

El misterio de las crestas papilares sigue sin resolverse. Habrá que esperar a que nuevos experimentos acaben por meterle el dedo en la llaga.

Jorge Laborda es profesor de Bioquímica y Biología Molecular en la Universidad de Castilla La Mancha

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