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Tribuna
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Cuando la innovación estaba muy mal vista

Los romanos, que importaban aplicadamente mitos y conceptos griegos, acabaron creyendo que todo lo nuevo era sospechoso y, en el fondo, malo

Aunque siempre se pueden encontrar precedentes, cuando uno se toma la molestia de buscar con cierto sosiego, la verdad es que podríamos atribuir a Los trabajos y los días de Hesíodo, que vivió allá por el siglo VII antes de Cristo, la idea tan firmemente instalada durante siglos de que "a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor".

Supongamos pues, sin necesidad de exprimir al máximo la Wikipedia, ni de ofrecer ulteriores precisiones eruditas o pedantes, que todo tuvo su origen en aquel mito hesiódico de la Edad de Oro, en la que Crono reinaba sobre una sociedad feliz y armónica que se fue degradando hacia una Edad de Plata y luego una de Bronce, hasta alcanzar esta desdichada Edad del Hierro que, por definirla con palabras de Sánchez Ferlosio, es un "tinglado horrendo, estrepitoso, incomprensible y lleno de dolor".

Los romanos, que importaban aplicadamente mitos y conceptos griegos, adaptaron, con Ovidio, este mito de las edades y acabaron creyendo así, a pies juntillas, que todo lo nuevo era sospechoso y, en el fondo, malo.

El historiador Tácito, por poner un ejemplo ilustre, para resumir en pocas palabras la catadura moral de un sujeto que no le caía nada bien, habló de su rerum novarum cupido, "su deseo de novedades, o innovaciones".

El cristianismo triunfante al final del imperio romano adoptó como propio este rechazo hacia lo nuevo, construyendo todo un artefacto ideológico, basado en la interpretación literal de los libros sagrados y en los llamados "padres" de la Iglesia.

La Edad Media está llena, así, de ejemplos tragicómicos de esta ideología refractaria a la innovación, pero vamos a fijarnos solo en uno: el pobre fraile oxoniense Roger Bacon (1214-1294) fue condenado a la cárcel propter quasdam novitates suspectas, "a causa de algunas sospechosas novedades", que las fanáticas órdenes de franciscanos y dominicos, recién fundadas, detectaron inmediatamente en los tímidos estudios de filosofía natural (hoy diríamos, de física y química) que osó emprender este aplicado y curioso franciscano, ávido estudioso de los textos árabes que le llegaban de Toledo recién traducidos.

Destacó en su celo perseguidor el general de su propia orden, que habría de llegar a los altares con el nombre de San Buenaventura (1217-1274), quien, al morir antes que su víctima, permitió que el bueno de Roger Bacon fuese excarcelado a sus ochenta años, a fin de que muriera en paz, cosa que no consiguió porque sus hermanos de religión se encargaron de seguirlo hostigando hasta la muerte.

No quiero recordar aquí ahora las dificultades que, al efecto, tuvieron por estos reinos hispánicos Arnau de Vilanova o Ramón Llull, por motivos semejantes a los de Roger Bacon, lo cual puede explicar que cuando se acaba creando el neologismo "innovación", allá por el siglo XIV, aparezca siempre en contextos condenatorios.

Obviamente, cuando se considera que toda innovación consiste en una alteración del orden establecido, uno debe referirse a ella siempre en frases como "no habrá innovación ni alboroto" (Pedro Cieza de León) o, "sin perjuizio, disminución, ni innovación" (Juan de Robles), o en frases hechas, como "sin innovación alguna", "condenar, reprobar toda innovación" y así sucesivamente.

Tuvo que llegar el Siglo de las Luces, que mucho se hizo de rogar, para que conceptos como innovación, novedad, progreso, revolución y otros por el estilo adquirieran connotaciones positivas, al mismo tiempo, por cierto, que se descubrían vacunas, se construían pararrayos, empezaban a independizarse las colonias americanas y se creaban las primeras repúblicas, todo ello a los acordes de la música de Mozart.

La iglesia católica tardó algo más en aceptar la posible bondad de algunas innovaciones, a tal punto que cuando descubrió que los obreros industriales pretendían tener horarios humanos, salarios más justos y libertad para asociarse, decidió exponer su magisterio sobre el asunto, para lo que el papa León XIII recurrió, todavía en 1891, a la frase de Tácito en el título y comienzo de su encíclica social : Rerum novarum cupido, "el deseo de novedades" (de los trabajadores), a los que reconoció la justicia de algunas de sus innovadoras reivindicaciones, a pesar de que también dejó muy claro en esta encíclica que no manifestaba un gran entusiasmo por la democracia.

Por aquel entonces, en el español de uso común, el término "innovación" gozaba ya de buena prensa, como lo demuestra el siguiente texto de 1899: "el carácter refractario del agricultor español a toda innovación, hija de los modernos estudios de agronomía...".

Vemos, pues, que el concepto de innovación había adquirido, por fin, toda la respetabilidad de la que hoy disfruta.

El proceso había sido lento y había dejado el camino sembrado de víctimas cuyo único delito consistía en su deseo de conocer, de descubrir, de producir cosas nuevas, es decir, en su cupido rerum novarum.

Concluido este largo proceso, probablemente hoy hasta el melifluo portavoz de la Conferencia Episcopal Española estaría dispuesto a llevarle la contraria a Jorge Manrique y podría llegar a sostener, por lo tanto, que a nuestro parecer, cualquiera tiempo presente es mejor o que, bien pensado, la innovación es el motor del progreso humano.

Así las cosas, se me ocurre que el Ministerio de Ciencia e Innovación bien podría ponerle el nombre de Roger Bacon a alguna de sus salas de reuniones para rendir tributo a quien permaneció 14 años en prisión propter quasdam novitates, es decir, total, por unas cuantas innovaciones.

Javier López Facal es Profesor de investigación del CSIC

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