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Columna
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El marketing cultural del tocomocho

A modo de atrición o penitencia, confieso haber sido uno de los muchos incautos que han comprado -y leído- una obra de Víctor Saltero, el best seller más deliberadamente falaz de los últimos meses. Medias páginas y anchos faldones de publicidad en los diarios de difusión nacional han venido presentando los libros Sucedió en el Ave y El amante de la belleza como incuestionables sucesos de la literatura universal.

Mi ignominia personal se relaciona con El amante de la belleza, cuyo planteamiento, nudo y desenlace forman un cepo para cazar lilas más burdo que el timo del tocomocho. A pesar de ello los ejemplares se siguen vendiendo por decenas de miles y quién sabe si serán traducidos a decenas de idiomas. La mala literatura, como el cine, la televisión o la pintura infames, van creciendo desde los vertederos al centro de la noticia y, a la manera de algunas grandes urbes, el deterioro de los barrios periféricos va carcomiendo la trama hasta su núcleo y, finalmente, la vida civil desaparece o hiede entre los escombros.

La misantropía aborrece al otro, la misomusia aborrece la apreciación estética, el amor por la excelencia artística o el saber intelectual. Esta ascendente legión de misomusos devasta la calidad de la escritura, el nivel de la televisión o el sentido del arte. No sólo será indiferente escribir o componer bien para ganar audiencia, una amplia audiencia se deleita en los jugos del mal.

¿Cómo combatir este popular deterioro? ¿Cómo actuar para que el público rechace lo chabacano, lo mediocre y el camelo? Enseguida se dirá que la clave se halla en la educación. Pero ¿quién se siente recompensado para cumplir esta tarea? La degradación de la educación se corresponde con la depresión de los maestros y la depresión del gusto con el malestar de la profesión.

Hace años Umberto Eco escribió un artículo, El público perjudica a la televisión, donde examinaba el deterioro de la cultura y se vaticinaba su empobrecimiento general. No son los productores, los realizadores o los editores quienes matan el gusto del consumidor sino el barato paladar de los receptores que inspira el sabor de las recetas. Oferta y demanda se comunican en una lengua cada vez más elemental y juntos ruedan hacia un llano donde impera la banalidad y la ganga de la inmediatez.

Víctor Saltero y sus libros son sensacionales en cuanto explotan en los anuncios como lo hacen los spots de las grandes marcas o a la manera de los sucesos que sería lamentable no conocer. Efectivamente, el procedimiento dista de ser absolutamente elemental pero necesita de referencias elementales para hacerse entender y metabolizar. De hecho, esta exigencia orgánica lleva a que los reclamos editoriales que apoyan una obra maestra no se distingan sustancialmente de la promoción de un bluff y con ello la degradación general consigue la mímesis plena. Lo bueno no se confunde con lo malo dentro de un educado paladar pero la falta de educación permite hacer de todo un rancho.

¿Un rancho que nos enfermará? Curiosamente, la enfermedad de lo mediocre al convertirse en pandemia obtiene estatuto de normalidad y, lo que llega a ser más decisivo, estatus de legitimidad. Una legitimidad que proviene al cabo de la escuela sin autoridad, anacrónica, laxa y mal pagada. No importa de qué cultura se trate, si de la cultura del libro o de la pantalla. Lo capital consiste en no haber dotado al ciudadano o al consumidor del suficiente ojo crítico para elegir con tino y no caer -como yo mismo- en las añagazas del mercado tan voluble como los dioses pero incomparablemente más artero para sacar de la basura beneficio y de artículos tan malos como para llorar sus auténticos productos de último grito.

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