El mirador de Humboldt

La leyenda dice que el científico alemán Alexander Humboldt se arrodilló ante el Valle de La Orotava cuando creyó coronada su ansiedad de belleza, mientras estuvo en la isla, a finales del siglo XVIII. El Teide le fascinó, se interrogó sobre ese paisaje, luchó por recordarlo y divulgarlo, y sus palabras, contenidas en un libro de crónicas magistrales, recoge lo que le pareció la isla y, y hoy se lee como si la estuviera viendo ahora mismo. Aquella visita de Humboldt, un adelantado del turista que va y lo cuenta, es el antecedente más antiguo que se recuerda de la campaña que ahora ha hecho el Gobierno de Canarias, con muchas complicidades estatales e internacionales, para que la Unesco considere aquel extraordinario paraje de Las Cañadas del Teide como patrimonio natural de la Humanidad.
Los que consideran que estas cosas simbólicas no sirven sino como una medalla ignoran adrede los peligros a los que la naturaleza está abocada; ese mismo valle que fascinó a Humboldt es hoy "un jardín de belleza sin par", pero festoneado de construcciones que sin duda un cuidado más radical hubiera organizado de otra manera. Esta declaración patrimonial del Teide garantiza su futuro como joya intocable, abre la perspectiva mundial de su mayor conocimiento y convierte a las islas, porque el Teide es una atalaya de todas las Canarias, en un observatorio espléndido de lo que es la belleza natural cuando el hombre no le pone la mano encima.
La declaración del Teide como belleza intocable coincidió ayer, por lo demás, con la reinauguración de un museo de arte moderno que estuvo aparcado durante decenios, el de Eduardo Westerdahl, en el Puerto de la Cruz; Westerdahl fue el crítico canario que llevó a la isla al papa del surrealismo. Breton, casi como Humboldt, se asombró del Teide, y declaró que ese pico convertía a Tenerife en una isla surrealista. Setenta y dos años después la herencia de esa mirada se convierte en universal.
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