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Columna
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La muerte sin vida

El zoo San Luis de Berlín decidió hace unas semanas reemplazar un oso polar que había muerto de cáncer por la figura, construida en poliuretano, de un oso de la misma especie.

Precisamente, la muerte del oso de carne y hueso se produjo después de haber contraído una infección comiendo plásticos y ropas sueltas. Después, otro plástico ha ofrecido la figura del muerto redivivo en una vívida reproducción debida al patrocinio de la compañía James Trogolo Co. dedicada a crear amenos escenarios en fiestas y cumpleaños.

Al parecer, ninguna autoridad zoológica creyó que fuera mejor adquirir un nuevo ejemplar de la misma especie del muerto, una especie en peligro de extinción. Por el contrario, aceptaron el regalo del oso tan artificial como electrónicamente divertido para instalarlo en el mismo habitat. ¿Una calamidad?

Lo vivo no vende mientras la muerte ocupa la publicidad de Dolce&Gabbana

Nada de eso. Los zoos están revelándose demasiado caros en tiempos de crisis y ya, en Estados Unidos, se han reducido tanto el número de adquisiciones como las graciosas exhibiciones de algunos de ellos, elefantes o delfines, que elevaban los presupuestos. Paralelamente, en Gran Bretaña van extendiéndose los sistemas de cultivo vertical -sin suelo y muy poca agua- para alimentar a las fieras. Exactamente el llamado VerticalCrop System recientemente instalado en el Paington Zoo de Inglaterra va a permitir ahorrar unos 150.000 dólares anuales (100.000 euros).

Al cabo de unos años, ¿se hallarán todos o casi todos los zoos alimentados "verticalmente" o, incluso, más vivos sin necesidad de alimentación? Ahora puede parecer grotesco, pero todo depende del punto de vista que juzgue la realidad del porvenir. Si prácticamente la totalidad de lo visible puede convertirse en virtual, ¿no será incluso más real la presencia de muñecos electrónicos y con una verosimilitud en la réplica que multiplique la curiosidad del espectador?

Al fin y al cabo a los seres vivos los tenemos ya demasiado vistos. Tal como se ha mostrado desde hace años en las ferias de arte, las reproducciones de figuras humanas o la muestra de animales sin vida (en descomposición o no) han atraído a las muchedumbres. No hay apenas excitación en contemplar unos peces, pero Damien Hirst se ha hecho multimillonario y famoso con su célebre tiburón en formol. Varios artistas antes han expuesto obras cuyo interés residía en presentar la putrefacción de cerdos o vacas donde la muerte y no la vida componía el espectáculo.

La muerte vuelve a presentarse en la calavera de diamantes de Hirst y, en general, el turismo especializado en campos de exterminio posee una similar oferta. Lo vivo no vende mientras la muerte y sus connotaciones ocupan la publicidad de Dolce&Gabbana y Coco Chanel, años después de que Oliviero Toscani jugara con la agonía para Benetton.

La muerte que se plasmaba en las muñecas de celuloide a quienes los niños acababan hundiendo los ojos de cristal regresa en los muñecos articulados que representan osos vivos o incluso más vivos que aquéllos, puesto que ya nunca morirán de cáncer. Los niños pulsaban hasta el fin los ojos de los antiguos muñecos tratando de extraerles un quejido de vida. Ahora, con diferencia, los juguetes electrónicos poseen su propio ay interno y, si llaman la atención es, quizás, porque su muerte se convierte en un estimulante continuum sin fin, en la paradoja ideal de una inmortalidad sin sufrir la vida.

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