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Columna
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La sordera del yo

Nos mezclamos, nos batimos, copulamos, nos traducimos, seremos multiculturales y mestizos. Esta es la utopía central que reluce en el núcleo de la globalización del mundo.

Parece, pues, que llegará un día en que, a fuerza de cruces y bricolajes, por efecto de viajes e intercambios musicales, laborales y hormonales, se conformará una especie prácticamente homogénea y en paz. Iguales entre sí como consecuencia de haber crecido en un guiso común, con un sabor parecido, un talante similar y una moral intercambiable.

Sin embargo, contra esta fe, la tendencia real no sigue esta dirección igualitaria. Y no se trata tan solo de las diferencias en los ingresos que no han cesado de apartar a unos de otros o incluso a unos pocos de todos los demás. Se trata, en el mercado general, de que el ansia de "personalizar" ha trazado líneas de moda -y modos de estar- que tienen como anhelo la diferencia.

Unamuno advertía a los escritores que el lector lee lo que espera leer

Contra la próspera época de la gran producción en serie, el recurso a la customización; contra la triste etapa de la Gran Crisis, la búsqueda de soluciones autónomas, inventores solitarios y emprendedores de la innovación contra el sentido común. Los iguales a sí mismos, los de verdad homologables como seres racionales son los animales tal como Danilo Mainardi demostraba en El animal irracional, título con el que se refería al ser humano.

Las emociones y las pulsiones, las pasiones y los narcisismos se suman para impedir similitudes y hacer ver -de verdad o en apariencia- las singularidades. Cada cual se siente mejor creyéndose distinto pero si, además, puede dejarlo claro, mejor que mejor.

Internet, por ejemplo. La trama que extiende la Red haría pensar en un cedazo donde productivamente se entrecruzan opiniones, recetas y creencias para formar el gran maná universal del que nos alimentamos todos.

Pero no. Varias investigaciones dirigidas a sacar provecho comercial de los usuarios de la red han venido a demostrar que la gente no se contagia de sus opuestos y ni siquiera de los congéneres diferentes. Más bien los sitios que se consultan y los grupos que se derivan de la Red tienden a amazacotarse en creencias más firmes y radicalizadas. Se trata de ser yo mismo y reforzado por lo mismo que yo.

Los grupos más conservadores chatean con los más conservadores y los progresistas con los de su congregación. El mundo agrietado al que asistimos ahora, con políticas anticrisis opuestas a uno y otro lado del Atlántico, viene a corroborar el fracaso de la mezcla. O bien, cada cual escucha lo suyo y oye solo lo que quiere oír o bien, incluso, para más encono, rebusca entre los ecos afines.

Unamuno advertía a los escritores -y todos nosotros podemos apoyar su acierto- que el lector lee lo que espera leer y repele, borra o enmudece lo que no se conjuga con su melodía particular. ¿Cambiar los oídos? ¿Transformar las mentes bailando? No hay tarea más ingrata. Tan ímproba y tan improbable que incluso en los evangelios los milagros solo lograban convertir a unos cuantos. Los demás se las arreglaban con su saber que, aún no siendo verdadero -o precisamente por no ser verdadero-, ¿cómo podría asumir una verdad?

La ilusión de regresar hablando todos inglés a los prolegómenos de la Torre de Babel es un sueño infantil sobre la comunión de los santos humanos. Esta Gran Crisis ayuda, por contraste, a valorar la tragedia de las diferencias. O, paralelamente, la importancia de la cooperación frente al mal del enfrentamiento, el provecho de la fusión frente al desastre de la división, la gloria de la colaboración en todas las coyunturas ante esta dolorosa artrosis de artefactos políticos que ponen por delante el codo o la sordera del yo.

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