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Reportaje:

En la tierra de las piscinas negras

El crudo inunda el entorno de los campos petrolíferos de Orellana, en Ecuador - Los afectados, muchos enfermos, esperan el desenlace de un pleito millonario

"¿Cómo que no es cierto? ¡Mire! ¡Mire!", sentencia enfurecido Medardo Zhingre mientras penetra en un zona pantanosa. Allí, a medida que se hunde más, el fango comienza a mezclarse con restos de petróleo negrísimo. Él lo mueve con una azada e invita a oler el hidrocarburo que ha recogido entre sus dedos. A quienes viven cerca del campo petrolero Auca -al noreste de Ecuador-, la presencia del oro negro no les sorprende, pero sí los subleva. Viven entre chimeneas que escupen fuego, que prende con restos del gas producto de la extracción, y entre tuberías enredadas que llevan crudo, y que tienen cierta semejanza con las raíces de los árboles.

Zhingre es miembro de la Asamblea Nacional de Afectados, que agrupa a más de 30.000 personas, y que ha participado en el caso judicial contra la empresa Chevron-Texaco por verter crudo en sus tierras. El litigio se remonta a 1993 y el pasado 14 febrero tuvo, para ellos, un final casi feliz: un juez de la provincia de Sucumbíos falló, en primera instancia, que la petrolera deberá pagarles 6.400 millones de euros.

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La enorme suma -que hace que este sea denominado "el juicio ambiental del siglo"- se duplicaría, según el fallo, si la empresa no pide disculpas públicas. Pablo Fajardo, abogado de los afectados, agrega que se debe añadir 10% más para los demandantes, con lo que la cifra sube a 13.400 millones. Esta semana, un juzgado de EE UU rechazó el intento de Chevron de no ejecutar el fallo.

Muchos aquí creen que Chevron no pagará eso "ni aunque se congele el infierno". La firma se parapeta en dos argumentos centrales: no hay evidencia científica de que las actividades de Texaco (que en 2001 fue comprada por la Chevron) hayan causado daños a la salud y la responsabilidad en cualquier caso es de la empresa estatal Petroecuador.

Los demandantes arguyen que, si bien abrieron el juicio en 1993, cuando ya Texaco se habría retirado (Petroecuador asumió las operaciones en 1990), los daños los causó la empresa norteamericana. Durante la época que operó en la Amazonía ecuatoriana, desde 1964, cuando se le otorgó la primera concesión, llegó a perforar, siempre según los demandantes, 339 pozos. En un tiempo en que las leyes ambientales eran casi inexistentes.

En la zona hay piscinas abandonadas con crudo que son el rastro oscuro de esa época. Tras perforar un pozo, a su alrededor se hacen una especie de piscinas donde se echa la tierra extraída y restos de petróleo. La empresa sostiene que, de acuerdo a un plan acordado en 1995 con el Gobierno, cumplió con un "plan de remediación" que le llevó a ocuparse del 33% de las piscinas, las que le correspondían. Y que Petroecuador tiene "un historial bien documentado de negligencia ambiental". Sea como sea, los restos de crudo están allí, regados en montones de tierra removida o en restos de pozos que destilan un aire tenebroso.

Peor aún: pese a esta historia turbulenta, todavía hay pozos sin ningún cerco que los proteja, sembrados a la vera de caminos, con escasa protección. Cerca de uno de ellos hay tres recipientes de productos químicos con cartelitos que advierten del daño para la salud. Y ningún cerco.

En medio de tal panorama, resulta imposible que no realizar la asociación entre contaminación, petróleo y problemas de salud. "No sabe lo que he visto en estos años, señor", dice con rictus angustiado Isabel Bone, enfermera del puesto de salud de Taracoa, donde la contaminación es percibida como una amenaza a la calidad de vida. Según cuenta, los casos de cáncer -de estómago, por ejemplo- han aumentado, así como problemas diversos, desde llagas en la piel hasta bebés con defectos congénitos.

Buena parte de la campaña de organizaciones como "Texaco Tóxico" está basada en el registro de enfermos terminales o niños con malformaciones. "Por allá también hay otra señora que se está muriendo", dice un poblador con aire enfurecido.

En todos los casos -como la triste historia de la señora Margarita Coquinche, cuyo hijo, Gabriel, no puede valerse por sí mismo ni para comer-, existe la memoria de haber vivido cerca de un pozo, de haberse bañado en un río contaminado, de haber bebido durante años de un río con restos de hidrocarburos. Imposible verificar, solo a partir de estos testimonios, si realmente fue el crudo. Pero el drama está ahí.

El doctor Edgar Chamba, de la Sociedad de Lucha contra el Cáncer, que trabaja en las provincias de Napo, Sucumbíos y Orellana, considera que sí parece haber un incremento de casos de cáncer en la zona. "Son sobre todo casos de cáncer de cuello uterino, de piel, de páncreas, de tiroides, de estómago", cuenta. Sin embargo, precisa que aun así "no se puede ser concluyente" hasta que no haya un estudio detallado.

Los demandantes recuerdan que en 2008 un estudio de los doctores Darío Páez, Itziar Fernández y Carlos Martín Beristain determinó que en las provincias de Orellana y Sucumbíos la incidencia de cáncer es tres veces mayor que en el resto de Ecuador.

La empresa sostiene que "no existen evidencias científicas válidas que establezcan un nexo entre los problemas de salud y las antiguas operaciones petroleras". Acusan a quienes afirman esto -entre ellos al doctor Miguel San Sebastián, que presentó un estudio que asocia la contaminación petrolera con la incidencia de cáncer- de estar aliados con los activistas, de no hacer caso a otros epidemiólogos.

Chevron también afirma que la contaminación bacteriana es muy fuerte en las aguas del Oriente ecuatoriano y que eso afecta más a la salud. La verdad no se sabrá hasta que un estudio concluyente disipe las dudas. Lo que parece evidente es que vivir entre humos, crudo regado y enterrado, y tuberías horrendas no es saludable.

La comunidad de Dureno, donde vive la etnia cofán, una de las cinco que forma parte del colectivo de afectados es similar a otras aldeas indígenas amazónicas: tiene casas de madera en alto (para sortear la época lluviosa), un campo al centro (que puede oficiar de cancha de fútbol) y niños que corretean entre charcos, pasto, árboles y arbustos.

Unas 800 personas, pertenecientes a ocho familias, viven allí a su manera tradicional (incluso llevan vestimenta típica), pero ahora tienen un problema: cada vez pueden cazar y pescar menos porque, según ellos, la contaminación petrolera llegó para quedarse. Los peces que sembraron en una lagunita, como cuenta el profesor de la comunidad, Silvio Chapal, parecen haberse esfumado. "También ha habido casos de cáncer acá", relata.

Lo que se ha salvado es la artesanía, que venden en una mesa puesta por las mujeres del pueblo para los visitantes. Pero la caza del sajino (parecido a un jabalí), el venado, o la pesca del boquichico o la gamitana, va convirtiéndose en un recuerdo que se escapa. Chapal agrega que por eso los jóvenes se van a trabajar lejos, con lo que las costumbres se diluyen.

Toda la lucha desatada en la Amazonía ecuatoriana por los estragos de la actividad petrolera no hubiera sido posible sin ellos. Acaso porque los indígenas son quienes han sentido con más fuerza lo que significa convertir un ecosistema delicado en un cuchitril lleno de pozos y piscinas oscuras. ¿Hay salida para este profundo conflicto entre seguir extrayendo un recurso, que abulta el PIB ecuatoriano, y preservar a estos pueblos y estos ecosistemas? El caso Chevron está en el fondo de estas contradicciones. No es un asunto solo de dinero, sino de cómo evitar que lo que queda de esta selva no acabe convertido en un paraje sombrío.

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