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Las trabas burocráticas y los recelos médicos para administrar opiáceos agrava la agonía de los enfermos

Milagros Pérez Oliva

Uno de cada cinco españoles muere de cáncer y, en la mayoría de los casos, la enfermedad va acompañada de dolor. Mientras el enfermo está ingresado en un hospital, el dolor está controlado porque los médicos tienen acceso directo a los opiáceos. Pero cuando ya se han agotado las posibilidades de intervención, el enfermo es enviado a casa para lo que le quede de vida comienzan sus problemas por la dificultad de obtener derivados de morfina con los que tratar el dolor.

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Una carrera de obstáculos

Las trabas burocráticas y el desconocimiento de algunos médicos convierten el último tramo de la vida de muchos pacientes en un infierno de angustia y sufrimiento inútil. La medicina dispone en estos momentos de un completo arsenal terapéutico capaz de controlar el dolor en el 95% de los casos, según Xavier Gómez Batiste, responsable del programa Vida als Anys de la Generalitat de Cataluña. Salvo una exigua minoría, todos los enfermos deben poder librarse, por tanto, de ese sufrimiento.La realidad está, sin embargo, muy lejos de esa cifra. España es uno de los países desarrollados que menos opiáceos utiliza en el tratamiento contra el dolor, según Ignacio Burgos Pérez, presidente de la Sociedad Española de Medicina General y del Colegio de Médicos de Ávila. Lo cual revela que en España influye algo más que la convención de Ginebra de 1961, que restringía el uso terapéutico de los opiáceos.

Derivados de la morfina

El 60% de los enfermos terminales son candidatos a tomar algún derivado de la morfina. El responsable de establecer las pautas terapéuticas cuando el enfermo abandona el hospital es el médico de cabecera. La primera dificultad con que se encuentra el enfermo que necesita opiáceos es la resistencia de los médicos a recetar estos fármacos.

"Hay, en primer lugar, un problema de formación. La mayoría de los médicos salen de las facultades, yo creo que por falta de un esfuerzo personal de los profesores de farmacología, convencidos de que la morfina es un buen fármaco, pero con grandes inconvenientes, de modo que, salvo algunos oncólogos muy concienciados, la mayoría de los médicos trata de evitar su prescripción", explica Burgos.

Esta mala imagen inicial se consolida en la práctica por la ausencia de una formación continuada adecuada. "Los médicos, y a veces también las familias de los enfermos, son reticientes a recurrir a la morfina por el miedo a la dependencia. Es un miedo inútil tratándose de enfermos terminales. Además, se ha demostrado que, en en casos de dolor intenso, se modifican los parámetros de tolerancia, de modo que las dosis terapéuticas, si se administran con un adecuado control, no ofrecen ningún peligro", explica Gómez Batiste. "Muchas veces, con la mejor intención, se trata de convencer al enfermo con la frase 'aguanta lo que puedas, cuando en realidad se le priva de un confort al que tiene pleno derecho", añade Burgos.

La OMS clasifica los analgésicos en tres categorías: los no opiáceos (aspirina, paracetamol), opiáceos débiles (codeína, destropropoxiceno, etcétera) y opiáceos potentes (metadona, bupermorfina, buprex y otros derivados de la morfina). "Muchos médicos mantienen a sus enfermos con analgésicos suaves indefinidamente por no usar morfina", afirma Burgos.

"El problema es que los analgésicos no opiáceos tienen un techo, y, por mucho que se aumente la dosis, no aumenta la eficacia y en cambio sí que se agravan los efectos adversos. Continuar con analgésicos suaves cuando están indicados los opiáceos no sólo es injusto, porque se priva al paciente de un alivio aficaz, sino un error terapéutico".

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