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Una victoria póstuma

Ellos fueron la avanzadilla, los abanderados de una lucha por el derecho a una muerte digna. Desde que en la década pasada iniciara su particular cruzada -voluntariamente publicitada-, el tetrapléjico Ramón Sampedro, película incluida, se ha convertido en el símbolo de esta reclamación. Su caso sería ejemplo de lo que se podría regular: la posibilidad de que alguien ayude a una persona impedida físicamente a poner fin a su vida. En el caso de Sampedro, tras numerosas negativas de la Justicia, esto se concretó en que una mano anónima (o varias, actuando cada una por separado y coordinadas por el tetrapléjico desde su cama) le facilitara el veneno -cianuro- y se lo pusiera al alcance de la boca para que se suicidara.

La muerte de Sampedro, hablando técnicamente, fue un suicidio asistido, pero sin participación médica (en 1998, ningún facultativo quiso ayudarle o aconsejarle recetándole el cóctel de medicamentos que hubiera hecho de su tránsito final un momento más apacible, menos doloroso que el recurso al cianuro).

En Suiza, un agujero legal permite que se haga algo similar, pero con una ventaja: las recetas e incluso la última manipulación de los fármacos necesarios las hacen profesionales sanitarios. El resultado es un cóctel que combina antiheméticos (para que no vomite la mezcla), somníferos (para que se pierda la consciencia y no haya ningún sufrimiento), y neurodepresores (para que se detenga el sistema nervioso que regula la respiración). Tiene la ventaja de que no hay que hacerlo en secreto, y que las dosis, estudiadas, facilitan un tránsito sereno, voluntario y seguro (no hay marcha atrás).

Acompañamiento

En España, donde el Código Penal no permite esta ayuda por parte de los médicos, lo más cerca de esta situación que se puede estar es al asesoramiento y el acompañamiento que realiza la Asociación Derecho a Morir Dignamente. A ellos acudió Madeleine Z, la francesa afincada en Alicante que, aquejada de una dolencia degenerativa, no quería depender de una mano amiga para poner fin a su sufrimiento. Madeleine recibió consejo sobre qué debía tomar, pero, según los testimonios de quienes la acompañaron, mezcló con un helado los fármacos, se acostó -se movía en silla de ruedas-, se despidió y se fue en 2007.

Inmaculada Echevarría (que murió en marzo de 2007) y Jorge León (en 2006) no hubieran necesitado una ley nueva. A ellos les habría bastado con que los médicos -y sus jefes- aplicaran la ley de autonomía del paciente de 2002, aprobada cuando gobernaba el PP, que estipula que un enfermo puede decidir cuándo quiere renunciar a un tratamiento, incluido un respirador. León lo resolvió gracias a un amigo anónimo. Echevarría se enfrentó a los recelos, en forma de burocracia, que llevó su caso desde un hospital religioso hasta un comité de ética de la Junta de Andalucía.

El ministro de Sanidad, Bernat Soria, que formó parte de esa comisión, dijo a EL PAÍS que más que discutir el derecho de la enferma, que ya estaba en la ley, se trataba era de dar seguridad jurídica a los médicos para que le retiraran el respirador sin miedo a una denuncia.

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