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Internet: un reto político internacional

El autor destaca que existe en una batalla de ideas entre los partidarios de un Internet universal, abierto, basado en la libertad de expresión y en la tolerancia y quienes desearían convertirlo en una multiplicidad de espacios cerrados a cal y canto al servicio de un régimen

En 2015, 3.500 millones de personas -es decir, la mitad de la humanidad- tendrán acceso a Internet. Será la mayor revolución que haya conocido la libertad de comunicación y expresión. ¿Pero cómo se usará este nuevo medio? ¿Qué nuevos meandros, qué nuevos obstáculos pondrán los enemigos de Internet?

Las tecnologías modernas aportan cosas buenas y cosas malas. Los sitios web y los blogs extremistas, racistas y difamatorios difunden de forma instantánea opiniones detestables. Convierten Internet en un instrumento de guerra y odio. Hay ataques contra páginas web y se recluta en los foros a internautas para llevar a cabo proyectos destructores. Algunas organizaciones violentas se introducen en las redes sociales para esparcir la propaganda y la desinformación.

A las democracias les es muy difícil controlar todo eso. Yo no comparto la ingenua opinión de que, por naturaleza, una nueva tecnología -por potente que sea- hace progresar necesariamente la libertad.

Sin embargo, esas distorsiones constituyen la excepción. Internet es, sobre todo, el instrumento más formidable que existe para derribar los muros y las fronteras. Para los pueblos oprimidos, privados del derecho a expresarse y decidir su futuro, Internet es una baza inesperada. Una información anotada en un teléfono móvil o filmada con él puede difundirse a todo el espacio virtual planetario en cuestión de minutos. Cada vez es más difícil ocultar una manifestación pública, un acto de represión, un atentado contra los derechos humanos.

En los países autoritarios y represivos, el teléfono móvil e Internet crean una opinión pública y una sociedad civil. Y otorgan a los ciudadanos un instrumento de expresión esencial, a pesar de todos los controles.

Sin embargo, la tentación represiva siempre está presente. El número de países que ejercen la censura en Internet, que vigilan y castigan a los internautas por delitos de opinión, aumenta a un ritmo inquietante. Internet puede volverse en contra del ciudadano, convertirse en una fuente de datos temible para seguir la pista y descubrir al posible opositor en su lugar de origen. Algunos regímenes están dotados ya de tecnologías de vigilancia cada vez más complejas.

Si todos los defensores de los derechos humanos y la democracia se niegan a ceder en sus principios y respaldan un espacio de Internet que garantice la libertad de expresión, esa represión será más difícil. No hablo de una libertad absoluta, abierta a todos los abusos, que es una cosa que nadie propone, sino de la verdadera libertad, la que se basa en el principio del respeto a la dignidad de la persona y sus derechos.

Desde hace unos años, varias instituciones multilaterales como el Consejo de Europa, organizaciones no gubernamentales como Reporteros sin Fronteras y miles de personas trabajan con energía, en todo el mundo, para abordar estos retos. Como prueba -si es que hace falta- de que no es una cuestión que enfrente a Occidente con el resto del mundo, no menos de 180 Estados reunidos en la Cumbre mundial sobre la sociedad de la información proclamaron que la Declaración Universal de los Derechos Humanos es plenamente aplicable a internet, en particular el artículo 19, que establece la libertad de expresión y opinión. Sin embargo, hay unos 50 Estados que no respetan sus compromisos.

Con ocasión del día mundial de la libertad de prensa, esta semana he convocado a periodistas, responsables de ONG, intelectuales, empresarios y expertos. El intercambio de opiniones ha confirmado mi convicción de que las vías que pretendemos seguir son acertadas. Me refiero a la creación de un instrumento que permitiría seguir el cumplimiento de los compromisos de los Estados e interpelarlos cuando falten a su palabra. Hablo de la ayuda a los disidentes cibernéticos, que deben gozar del mismo apoyo que las demás víctimas de la represión política, y de la necesidad de manifestarles públicamente nuestra solidaridad en estrecha colaboración con las ONG que llevan a cabo acciones en este sentido. Asimismo creo que hay que reflexionar sobre la posibilidad de adoptar un código de buena conducta para la exportación de tecnologías destinadas a censurar y vigilar a los internautas.

Estas y otras acciones -por ejemplo, la protección de los datos personales en Internet, el derecho al olvido digital para todos promovido por mi colega Nathalie Kosciusko-Morizet- deben llevarse a cabo mediante la cooperación entre las administraciones, la sociedad civil y los expertos internacionales.

También estoy muy interesado en otro proyecto. Será largo y difícil de llevar a la práctica, pero es fundamental: dar plasmación jurídica a la universalidad de internet, otorgarle un estatus que lo asimile a un espacio internacional, para que a los Estados represivos les resulte más difícil utilizar el argumento de la soberanía contra las libertades fundamentales.

El reto es crucial. Creo que estamos en una batalla de ideas entre los partidarios de un Internet universal, abierto, basado en la libertad de expresión y asociación, en la tolerancia y el respeto a la vida privada, y quienes desearían convertirlo en una multiplicidad de espacios cerrados a cal y canto al servicio de un régimen, una propaganda, todos los fanatismos.

La libertad de expresión es "la base de todas las demás libertades". Sin ella, no existe la "nación libre", decía Voltaire. Este espíritu de la Ilustración, que es universal, debe impregnar los nuevos medios. La defensa de las libertades fundamentales y los derechos humanos debe ser la prioridad a la hora de administrar Internet. Es algo que nos interesa a todos.

Bernard Kouchner es ministro francés de Exteriores.

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