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El futuro del idioma está al sur de Despeñaperros

Desde hace varios años se viene teorizando sobre la existencia de un habla andaluza, del andaluz, como forma expresiva. Entre la expectación de algunos y la sonrisa suficiente de otros muchos, profesores y lingüistas de la región se han puesto a trabajar en el seminario permanente de habla andaluza, organizado por la Conserjería de Cultura de la Junta de Andalucía, y están dispuestos a demostrar que el habla andaluza goza de buena salud y tiene un porvenir envidiable. Desde Sevilla, escribe José Aguilar.

El primer empeño del seminario de habla andaluza es combatir la idea, muy extendida entre los andaluces y entre los no andaluces, de que en esta región se habla peor el español que en Valladolid o en Burgos. Para José María Vaz de Soto, novelista y catedrático de Literatura y pionero en la defensa del andaluz, esta creeencia se basa en el llamado prejuicio ortográfico. Es decir, en «pensar que una persona pronuncia tanto mejor su idioma cuanto más se acerca su pronunciación a la ortografía vigente».De acuerdo con este prejuicio, que tanto padecen esos cantantes y locutores que se empeñan en distinguir la be y la uve, los ingleses pronunciarían muy mal el idioma de Shakespeare, ya que la correspondencia entre ortografía y pronunciación es hoy más bien escasa. Lo mismo ocurriría con el francés. Nadie acusaría a un parisiense de hablar mal porque diga lua donde escribe loi. La realidad es que la lengua oral es históricamente anterior a la escrita, que sólo la refleja de modo más o menos fiel.

La noción de lo que es correcto y lo que no lo es en materia lingüística resulta, pues, convencional y perfectamente cambiable, estando ligada en general a los hábitos de las clases dominantes. Cuando la sociedad se transforma, el idioma también evoluciona. «Si los andaluces no comprendemos esto y no vencemos nuestro complejo de inferioridad, tendremos que renunciar a una parte importante de nuestra identidad, a nuestra forma peculiar de decir el castellano», explica rotundamente Vaz de Soto, poniendo como ejemplo de antídoto espontáneo la guasa con que se recibe en muchos pueblos a los convecinos que, tras algunos meses de emigración, vuelven hablando finolis.

Porque -hay que apresurarse a decirlo- el andaluz no es un idioma o una lengua propia, distinta del español. «Eso es un disparate», declaró a EL PAÍS Antonio Rodríguez Almodóvar, catedrático de Literatura, que ha cambiado, de momento, sus clases y sus poemas por los sofocones de la política municipal. Las pretensiones de los especialistas son mucho más modestas. Para ellos, el andaluz es solamente una modalidad fonética, una forma específica de pronunciar una lengua que es común a trescientos millones de ciudadanos de Europa y América: el español.

Cuatro o cinco peculiaridades básicas presenta el habla andaluza con respecto a la de otras regiones españolas: el yeísmo, la aspiración de la s final, el seseo, pronunciación relajada de la j y alguna más. Globalmente puede decirse también que el castellano de Castilla es más sonoro y enterizo, mientras que el decir de los andaluces es más vivo y rápido, tiene mayor capacidad de creación e inventiva (se puede poner como ejemplo el hallazgo, por los andaluces ceceantes, de la palabra cacería para no confundir, al hablar, caza con casa).

Pero no sólo es que la modalidad andaluza o norma meridional tenga, en principio, la misma validez en sí que la castellana, sino que -permítase la ampulosidad- el futuro le pertenece. Como dice Rodríguez Almodóvar, «se tiende a creer que el andaluz es un castellano degradado y, en realidad, es un castellano evolucionado siguiendo leyes de economía lingüística casi matemáticas». Las lenguas primitivas son las más complejas, mientras que al extenderse tienden a simplificarse, a economizar esfuerzos.

El habla andaluza sería, así, la avanzadilla de una tendencia natural del idioma español hacia la sencillez, el principio de una evolución que el francés ya experimentó hace siglos, que hoy es ya mayoritaria entre los hispanohablantes y que terminará imponiéndose por la ley del mínimo esfuerzo (es más fácil, desde luego, pronunciar lah-vacah -blanca que las-vacas-blancas), aunque les pese a algunos puristas. Algunas características del andaluz, como el yeísmo -no distinción de y y ll- o la pérdida de la d en los participios terminados en ado, se están extendiendo, de hecho, al norte de Despeñaperros.

Algunos argumentos que se les oponen, como la propia diversidad de la forma de hablar en Andalucía -cierta, pero que olvida la existencia de una supranorma andaluza-, o la hipótesis de que un desarrollo del habla andaluza pudiese atentar contra la unidad del idioma, no arredran a los lingüistas, que siguen adelante con sus investigaciones, aunque todavía no han logrado ponerse de acuerdo en un tema importante: ¿debe elaborarse una norma culta de andaluz o sería artificioso tratar de imponerla frente a la espontaneidad popular?

En lo que sí están de acuerdo es en la necesidad de que los medios de comunicación y los enseñantes venzan el complejo de inferioridad y hablen en andaluz, que es más cómodo, más natural y tan ortodoxo como hablar en madrileño, y en rechazar terminantemente la existencia de un supuesto idioma andaluz o de un léxico con resonancias árabes. «Aquí hay tantas palabras de origen árabe como en Toledo. El arabismo lingüístico es un mito», dicen.

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