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Columna
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Abrazos

Las hadas malas son muy contradictorias, caprichosas y crueles en su reparto de maldiciones a pie de cuna. Hay bebés sanos que reciben como condena una obsesión patológica que, al crecer, se manifestará, por ejemplo, en hacerles sentir como agresión cualquier expresión natural de ternura. Y hay bebés que afrontan desde su nacimiento el infame destino de no poder gatear, ni ser abrazados, ni recibir cachetes en el culillo. Pequeños a quienes hasta el amor les duele. Literalmente, físicamente: les duele.

Hace más de 10 años escribí una columna sobre niños aquejados de epidermolisis bullosa, una enfermedad de origen genético que consiste, para simplificar, en un crecimiento desordenado de la piel que produce ampollas y deformaciones indescriptiblemente dolorosas y que, con cruel lentitud, conduce a la muerte. El dolor de esas criaturas es una herida intolerable para quienes les aman y son testigos de su sufrimiento. Sin embargo, la "E.B." es una dolencia relativamente poco extendida, que no merece gran atención de los científicos -ni hace 10 años ni ahora-, a pesar de los esfuerzos de quienes se asocian para combatirla, a pesar de que ha sido incluida en una Marató de TV-3, y a pesar de que figuraba en la agenda de las causas diurnas de Lady Di.

La esperanza, sin duda, se encuentra en el desarrollo de la investigación con células madre. Cuanto antes. Deprisa, deprisa.

Entretanto, ayer enterramos a Pau, nombre que en catalán significa Pablo y también Paz. Tenía 13 años y era un golfillo muy consciente del horror que le poseía y de la ternura sin manos, sin brazos y sin cuerpo que le rodeaba. Hay ya paz para Pau, niño de mi familia a quien no debíamos tocar. Me gustaría ser creyente para pensar que descansa, al fin aprisionado, felizmente ahogado y aplastado por todos los abrazos que le correspondían.

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