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Columna
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Amores locos

Qué cosas tan raras puede uno llegar a hacer cuando está enamorado. Leo en soitu.es la rocambolesca historia de una veinteañera despechada que se hizo pasar por enfermera y se dedicó a vacunar contra la gripe a 120 profesores y estudiantes de un instituto agrícola en Colombia. A unos les inyectó analgésicos y a otros agua, al parecer con la misma aguja. Una peligrosa guarrada y unos pinchazos de órdago que la falsa enfermera perpetró, o bien como venganza contra un profesor con el que había mantenido una relación, o bien, según otras versiones aún más inquietantes, como simple excusa para poder entrar en el instituto y ver a su amado. Lo cual sería el colmo de la chifladura.

Aunque, en realidad, el mal de amor es un colmo en sí mismo, es el exceso puro. Recuerdo ahora ese otro caso de hace un par de años, cuando Lisa, una astronauta que viajó en el Discovery en 2006, pegó y trató de secuestrar a una mujer porque se enteró de que salía con el hombre (otro astronauta) del que ella estaba enamorada. Y eso que se supone que los navegantes espaciales tienen que superar unas durísimas pruebas psicológicas y que sólo logran volar los más equilibrados. Los más normales.

Pero el amor, o mejor dicho la obsesión pasional (porque el amor es otra cosa), es como un sacacorchos: consigue extraer el tapón de cordura hasta de los individuos aparentemente más serenos y dejar en libertad al chalado interior. Por fortuna, no todo el mundo llega a perturbarse hasta el punto de intentar secuestrar a su rival o de ponerse a vacunar a los vecinos, pero, ¿quién no ha cometido en su vida alguna estupidez monumental a causa de una pasión, quién no ha hecho el ridículo? Como dice el escritor Alejandro Gándara, el mal de amores es como marearse en un barco: todos se ríen de ti, pero tú te sientes morir. Ahí nos duele.

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