Anatemas
Existen dos clases de inquisidores: unos son flacos y ascéticos, otros son gordos y hedonistas, pero en ambos casos su mente se halla exenta de dudas y es más fácil extraerles una piedra de la vesícula que arrancarles del corazón un poco de piedad hacia la debilidad humana. El retrato de Giacomo Savonarola, que se conserva en el convento de San Marco de Florencia, muestra un rostro anguloso cuyo perfil de ave rapaz asoma por el capuchón de la cogolla con una palidez enfermiza; en cambio Tomás de Torquemada exhibe una imagen pletórica con los carrillos rellenos y una papada con tres olas carnales hacia el pecho, propia de alguien que ha gozado durante muchos años de los placeres del cochinillo asado con fuego de encina antes de mandar a la hoguera a un número considerable de herejes. Sea creyente o agnóstico, hoy usted también puede elegir entre un inquisidor ascético o un hedonista a la hora de ser condenado al fuego eterno. Pese a que el ser humano es una criatura atrapada por un oscuro terror ante el futuro, en realidad la gente nunca pierde la esperanza de pasarlo lo mejor posible en esta vida sin hacer daño a nadie, puesto que hay placeres del espíritu y de la carne por los que aun vale la pena estar en este mundo, pero frente al deseo común de evitarse problemas existen unos seres que se erigen a sí mismos en representantes del bien en la tierra y señalan con el dedo inexorable desde el altar o desde el televisor la ardua cuesta que deberás subir si no quieres caer en el infierno. Ejemplo de inquisidor ascético es la insigne figura del susurrante cardenal Rouco Varela, enteco, de voz oscura, con absoluto rigor escolástico, al que uno imagina alimentado sólo de acelgas y pescado hervido. En cambio, existe otro diseño de inquisidor pletórico, como monseñor Martínez Camino, capaz de lanzar un anatema con el rostro feliz del que acaba de comerse un codillo. Con un mondadientes todavía en la boca después de una sobremesa muy placentera podría hacerte saber que estás en pecado mortal y que te atengas a las consecuencias. A un inquisidor, clérigo o laico, intelectual o moralista, transido de acelgas o cebado con codillo, le mueve sólo el furor de las ideas, pero es la debilidad humana la que excita aun más su fanatismo.
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