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Columna
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Año nuevo

Rosa Montero

El que sabe no habla; el que habla no sabe, dice uno de los más conocidos apotegmas del Tao. Una perla de sabiduría ancestral según la cual todos los articulistas somos unos imbéciles, porque nos pasamos la vida hablando y opinando sobre las cosas más dispares. Ésta es una reflexión propia de final de año, que es cuando todos nos ponemos meditabundos e introspectivos. ¿Cuántas tonterías habré dicho en 2008? Aún más, ¿en algún momento habré expresado ideas que hoy ya no comparta?

No sé bien si he mudado de criterio sobre algo en los 12 últimos meses, pero desde luego sí lo he hecho numerosas veces en los 30 años que llevo escribiendo artículos. Siempre me ha pasmado que no cambiar jamás de opinión se considere un rasgo admirable. "Fiel a sus ideas, Fulanito de Tal sigue siendo el mismo que hace 40 años", se dice, por ejemplo, con rendida reverencia, de alguien que, en efecto, ha conseguido llegar a septuagenario con las mismas opiniones que tenía cuando hizo la mili. La verdad, yo a eso no le veo la gracia ni el sentido.

La vida siempre es crítica y mudable, la vida es un aprendizaje obligatorio. El genial y malicioso Josep Pla dice en El cuaderno gris: "Tenían un espíritu limitado pero absolutamente acabado. Eran hombres de carácter". No se puede definir mejor a esas personas que, a una edad temprana (son individuos urgentemente necesitados de certezas), adquieren una colección completa de pensamientos como quien amuebla una casa hasta el menor detalle, y que, a partir de ahí, se sientan sobre sus ideas y dejan que la vida pase sin tocarlos, berroqueños, imbuidos del carácter -de la firmeza- de sus creencias, pero limitados y sin duda acabados. No creo que los años nuevos puedan ser verdaderamente nuevos para ellos. No creo que haya vida sin dudas y sin cambios.

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