Banderas

Si fuéramos un país normal la mitad de los debates estarían de más. Nos pasamos la vida engordando polémicas de asuntos que no tienen fuste. Parece que fuéramos tontos, que no aprendiéramos nada. Habiendo padecido la dramática guerra de las banderas en el País Vasco, cuando instalar una bandera de España en ciertos ayuntamientos era o es un acto heroico, no se entiende a qué viene que la alegría de una victoria deportiva les sirva a algunos para criticar la decisión de añadir otra bandera a la común. Dos jugadores de la selección, Xavi Hernández y Puyol, se envolvieron en la senyera para celebrar su triunfo. Para el espectador democrático, el que una senyera y una bandera española se agitaran al mismo tiempo fue un síntoma de libertad, de la misma forma que se pudieron ver banderas canarias o andaluzas. Qué importa. El resultado es que tan primitivo resulta quien entiende la proliferación de banderas de España como el triunfo de un sentimiento nacional reprimido, como aquellos otros patrioteros que afirman que sin los futbolistas catalanes la selección no es nada. ¿Qué hacemos entonces con un triunfo tan noble como el que perpetró La Roja? ¿Lo dividimos por comunidades? Un porcentaje para Cataluña por el cabezazo de Puyol, otro a La Mancha por Iniesta, el que le corresponda a la república independiente de Móstoles por el capitán Casillas... Qué hartazgo. Hay veces que los colores son folclóricos y festivos. Inocentes, como esos niños de mi barrio de procedencia latinoamericana que el domingo paseaban tan ufanos con la camiseta de la selección y la bandera pintada en sus mofletes oscuros. Este es el país al que llegaron sus padres y que han hecho suyo. Y visten los colores de su equipo. Esa es la única manera posible de entender la bandera en esos momentos, con la naturalidad deportiva con que la defiende un niño.
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