Cacas y frases

Quizá lo he dicho en otra ocasión (estoy perdiendo memoria), pero correré el riesgo de repetirme: Lo que más me asombraba de mi perro, recientemente fallecido, era la concentración con la que olía las cacas y los pises de los otros animales. Parecía un estudiante de bachillerato llevando a cabo el análisis sintáctico de una oración gramatical. Observándolo, intentaba imaginarme yo al primer gramático de la historia en el trance de preguntarse qué rayos era aquello que nos salía de la boca y que con el tiempo llamaríamos palabras. De una deposición bien analizada, mi perro obtenía informaciones sorprendentes acerca de la edad, el sexo o la altura de un congénere. Quiere decirse que los excrementos, para quien sabe leerlos, poseen su morfología, su sintaxis y su semántica. Son un lenguaje, en fin. Los niños, hasta que logramos arrastrarlos al lado de acá, se expresan con sus cacas mejor que con sus palabras.
Pasar del análisis de la caca al de las palabras implica un recorrido cultural de proporciones gigantescas que se realiza, sin embargo, a través de un túnel relativamente corto en uno de cuyos extremos se encuentra el culo y en el otro la boca. Resulta un misterio que orificios tan próximos alumbren productos de naturaleza tan desigual. Por eso mismo las incidencias del habla -y no digamos de la escritura- provocan tanto regocijo. Véase, si no, el éxito de libros como El dardo en la palabra, de Lázaro Carreter, o la Nueva gramática de la RAE, pero también de Groucho Marx, la base de cuyo humor eran los juegos de palabras. Y es que cada individuo, lo sepa o no, lleva dentro de sí una gramática a cuyas normas se atiene con una fidelidad increíble cada vez que despega los labios. De ahí (¡atención, maestros!) que la gramática de fuera sólo se entienda cuando es capaz de descubrir la que llevamos dentro.
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