Cáncer

Cáncer, esa palabra: se utiliza cuando se habla de supervivientes y se borra cuando se ha cobrado una vida. El eufemismo "larga enfermedad", usado con la buena intención de no desanimar a los que luchan contra ella, ha conseguido el efecto contrario: perpetuar el tabú en torno al nombre que la define y, por tanto, a la propia dolencia. Precisamente el día en que Esperanza Aguirre anuncia que se tiene que operar de un cáncer de mama ando yo leyendo un libro que ofrece una reflexión sobre las trampas del pensamiento positivo. Se trata de Sonríe o muere, de Barbara Ehrenreich. La autora, una ensayista norteamericana que padeció también un cáncer en el pecho, hace recuento de toda la mercadotecnia que la invadió tras recibir el diagnóstico: del lacito rosa al osito del optimismo. Todo con tal de borrar aquello con lo que una persona se enfrenta cuando ha de encajar esa mala noticia, el mazazo brutal que la ha de distinguir del resto de los seres humanos mientras dure la enfermedad. Pero el pensamiento positivo convierte a los enfermos en luchadores e ignora a los que perdieron la batalla, como si en parte fueran responsables de haber sucumbido al mal, de haberse rendido. Se llama valiente a quien lo supera, a quien se enfrenta al tremendo malestar de una quimioterapia con una sonrisa o a quien filosofa sobre las ventajas de haberse enfrentado a una enfermedad que lo convirtió en una persona renovada. Esta filosofía de vida, que consiste en hacer desaparecer del mapa la palabra "desgracia" sustituyéndola por "reto", ha sido durante años el eje de los libros de autoayuda y ahora ha ascendido hasta esos estudios académicos que sostienen que la felicidad es buena para la salud. Una manera de obligar al enfermo a sonreír.
Todo con tal de no admitir que una víctima sufre, a menudo está triste, y necesita nuestro consuelo.
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