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Columna
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Capataces

Se han creado en los últimos años suficientes cargos de capataces -el único sector en auge en el mercado- como para que cualquier reforma laboral, por despiadada que nos parezca, resulte aplicable. Antes, el capataz era uno de esos que obligaban a los esclavos o a los trabajadores ultra explotados a rendir hasta la última gota de sangre: tenía el látigo en una mano y, cubriéndole la espalda, la confianza del amo. En el caso de fallar el primero, la segunda se desplazaba de individuo, pero el sistema continuaba en pie. Así fue cómo mantuvieron los Estados europeos su hegemonía en las colonias de ultramar, y así se edificó el capitalismo. Recuerden al tipo brutal que hacía trabajar a los presos que convirtieron en un gran negocio la empresa maderera de Scarlett O'Hara (fuente: Lo que el viento se llevó). O, si nos ponemos más sublimes, a algunos personajes de Conrad (el tremendo malo de Victoria, por ejemplo). Dan ganas de escupirles. Hoy en día, sin embargo, los capataces se sientan a nuestra mesa o, al menos, se nos acercan, campechanos, en el sitio de trabajo. "Oye, tú, tío, que vamos a tener que estrecharnos aún más el cinturón. Más horas, menos pasta, colega. Lo siento, pero las cosas están como están: muy mal". Lo hacen bien, tienen la confianza del amo (en el caso de que alguien sepa, en estos momentos, quién es el amo) y una gran experiencia en propagar Desconcierto y Temor, operación pronto sustituida por la de Acojone y Resignación. Son, además, inteligentes pero no demasiado. Elegantillos, pero extremadamente lameculos. Fueron, muchos de ellos, compañeros e incluso aprendices nuestros a quienes un golpe de suerte o una brillantez de carácter, exhibida en el momento oportuno, convirtió en los nuevos negreros. Jóvenes sobradamente preparados y muy dispuestos que recibieron cursillos de motivación. Y aquí les tenemos. Recortando derechos. Con un Rólex en la muñeca y un más que excelente porvenir.

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