Celan

Hace algunos años, Joaquín Sabina invitó a cenar a su casa a un grupo de amigos entre los que se contaba Ángel González. Al llegar, encontramos el ambiente un poco tenso, pero pronto, entre copas y cotilleos -del tabaco, esta semana no hablaré-, se impuso un bienestar antiguo, cómplice, mientras la conversación circulaba por cauces familiares. El anfitrión inauguró uno al declarar que estaba leyendo a Paul Celan, poeta rumano de lengua alemana cuya obra es un paradigma de la poesía críptica de la segunda mitad del siglo XX. Mucho más tarde, ya más de mañana que de madrugada, al disolverse la reunión, Ángel decidió hacer uso de sus prerrogativas patriarcales y quedarse a dormir en el cuarto de invitados. Así, descubrió enseguida el origen de la tensión que habíamos percibido al principio. Apenas cerró la puerta del dormitorio, los dueños de la casa se entregaron con ardor a la bronca conyugal que había interrumpido nuestra llegada hasta que, en un momento determinado, Joaquín gritó dos veces seguidas la misma frase, ¡no entiendo nada! Entonces, Ángel salió al pasillo, miró a su mujer y le hizo una pregunta: ¿Qué pasa, ya está leyendo otra vez a Paul Celan?
La pregunta que se estarán haciendo ustedes es por qué les cuento esto. Les responderé enseguida. ¿Recuerdan cómo estábamos hace una semana? La subasta de deuda griega nos tenía con las carnes abiertas. Su previsible fracaso acarrearía el de la portuguesa y después, el de la nuestra. El lunes, las informaciones económicas desteñían tintes más negros que la conciencia de un especulador, y de repente, ¡oh, milagro!, a los inversores les gusta el sur de Europa. ¿Quién ha aflojado la soga? ¿Por qué? ¿Cuándo volverá a apretarla?
De un tiempo a esta parte, las informaciones sobre la crisis se parecen cada vez más a la obra de Paul Celan. Yo, por lo menos, no entiendo nada.
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