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Columna
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Críticas

Para qué nos vamos a engañar: a nadie le gusta ser criticado. Lo normal es que la bilis negra te coma las entrañas cuando alguien opina negativamente sobre ti. Los escritores solemos decir, muy píamente, que apreciamos la crítica constructiva, y que ansiamos encontrar a ese crítico verdaderamente bueno que nos ayude a mejorar nuestra escritura. Todo esto suena muy bien, pero es como aquel tópico que las actrices repetían en los años del destape: sólo me desnudo si lo exige el guión. Y luego rodaban una escena escribiendo a máquina con los pechos al aire. Quiero decir que se trata de una mentira muy gorda. Odiamos a los críticos incluso si son buenos. Es más, puede que a los buenos les tengamos aún una mayor inquina, porque seguramente atinan mejor con lo que más nos duele, con lo que hacemos peor.

Esta intolerancia hacia la crítica es algo ancestral. Hasta hace un siglo se dirimía a tiros o a sablazos en iracundos duelos. Como el del célebre actor Julián Romea, que en 1839 retó al crítico de teatro Ignacio Escobar por una mala reseña. Los dos eran pésimos tiradores y fallaron sus disparos; pero la bala perdida de Romea mató a uno de los padrinos. Una tragedia verdaderamente imbécil. Y es que hay algo muy tonto y muy niño en la incapacidad para aceptar que hablen mal de nosotros. Un defecto que padecemos todos, porque los críticos tampoco soportan ser criticados. Tomemos por ejemplo el guirigay Almodóvar-Boyero y sus airadas secuelas: blog del cineasta, comunicado de redacción. Como dijo la Defensora del Lector, yo creo que todo el mundo tiene el mismo derecho a criticar, al margen de que te gusten o no sus modos (tanto Boyero como Almodóvar tienen admiradores y detractores apasionados). Y, en cualquier caso, con la que está cayendo, ¿no es una bobería enfurruñarse tanto por algo tan pequeño?

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