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Columna
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Cruzados

Por primera vez, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con sede en Estrasburgo, se ha pronunciado contra la presencia de crucifijos en los colegios públicos -en este caso, de Italia-, sentenciando que atenta contra "la libertad religiosa de los alumnos". Tal libertad incluye también el ateísmo, que se encuentra entre las profesiones de fe más desacreditadas de los últimos tiempos.

Ha sido muy graciosa la reacción del Gobierno italiano ante la decisión, que al parecer no piensa aplicar. Tribunal de Estrasburgo o mostaza al estragón, a ellos, ¿qué más les da? Tienen la sartén por el mango y el mango también, así como una clientela que levita cuando se les nombra al Papa, a la Madonna o a la Mamma. Quizá por el orden inverso, ahora que lo pienso. En cualquier caso, el actual Ejecutivo o ejecutor italiano ha dado ya suficientes pruebas morales como para que la respuesta de su ministra de Educación, en el sentido de que el crucifijo es "un símbolo de nuestra tradición", no puede escandalizar a nadie.

Lo que, ciertamente, resulta escalofriante es lo que ha declarado el nuevo líder del Partido Demócrata, principal opositor al régimen de Berlusconi. Pier Luigi Bersani, veterano político ¡de izquierdas!, ha dicho que "una antigua tradición como el crucifijo no puede ser ofensiva para nadie". Es posible que, en un momento de ofuscación -llevado por el interés de hacerse con los votos del respetable-, el caballero haya confundido el crucifijo con la pasta al basilico e pomodoro.

En la tradición europea, la cruz sigue hundida en la empuñadura de la espada. En las escuelas públicas representa el poder de quienes discriminan a las mujeres y a los homosexuales, por no ir más lejos. Y su aspecto de instrumento sadomaso para creyentes no inquieta menos que, pongamos, un turbante colgado de una cimitarra.

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