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Columna
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Desesperación

Rosa Montero

Hace falta estar muy desesperado para comenzar una huelga de hambre. Cuando has recurrido a la ley sin lograr nada, cuando ya no sabes qué más hacer y lo que está en juego es esencial para ti, entonces, acorralado y sin duda un poco desquiciado por la angustia de tu impotencia, decides apostar lo único que te queda, esto es, tu propia vida, en el cándido convencimiento de que el mundo no podrá desoír ese grito hecho de carne y sufrimiento.

Pero, por desgracia, si bien al huelguista le parece, con razón, que su vida tiene un valor incalculable, por lo general al resto de la sociedad se la refanfinfla que la ponga en riesgo. A principios de 2009 leí en una pequeña nota que ocho albañiles se habían puesto en huelga de hambre en la puerta de un constructor de Las Rozas (Madrid) que les debía dos millones de euros. No volvió a hablarse de ello. Seguro que no murieron. Casi seguro que tampoco cobraron. Simplemente no era un tema interesante. Y el disidente cubano Orlando Zapata tuvo que fallecer para que el mundo le hiciera caso. Ahora hay en Madrid una mujer, Beatriz Menchén, que se puso en huelga de hambre el 26 de abril. Beatriz gestionó la perrera de Getafe desde 1998 hasta hace un año, y lo hizo sin sacrificar a los animales. De hecho, promueve un proyecto para convertir las perreras municipales en centros de protección y no en lugares de exterminio. Con la crisis, sin embargo, los Ayuntamientos están dispuestos a ahorrarse el chocolate del loro que supone respetar la vida en las perreras y han empezado a contratar a empresas baratas y feroces que matan a más del 66% de los perros que recogen. A Beatriz le quitaron la gestión de Getafe, y está viendo cómo sus animales son sacrificados a mansalva. Lo intentó todo y chocó contra un muro. Y me temo que ahora su desesperada huelga de hambre caerá, como tantas otras, en el vacío.

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