Desesperanza

Sí, hay experiencias exclusivamente femeninas. Una de ellas, el embarazo; la otra, su reverso, la interrupción voluntaria de una gestación. En este trance, las protagonistas prefieren el eufemismo porque la palabra aborto, aun siendo exacta, parece contener toda su traumática historia, el pasado delictivo y el presente secreto. Nadie va por la vida jactándose de un aborto. No es un tema común, ni tan siquiera entre mujeres, no es agradable recordarlo. Por mucho que el cierre de varias clínicas que practicaban abortos ilegales haya avivado la ira de quienes tachan a las mujeres de asesinas y a cualquier tipo de interrupción de práctica genocida, por mucho que este escándalo sirva a la carcundia para desempolvar las imágenes de bebés metidos en botes de cristal, el aborto no suele ser más que la consecuencia de un estado de desesperanza que entristece a una mujer. Un calvario corto pero intenso que cualquiera quisiera evitar, la menor de edad, la madre con varios hijos o, sencillamente, la que no se encuentra en buena disposición para traer a alguien a este mundo. La ley del aborto se cerró de manera falsa para no enfurecer a la derecha, apelando a tres supuestos por los que se cuelan la mayoría de las mujeres que quieren abortar antes de los tres meses. Todavía hoy hay que repetirlo, el aborto es un derecho y es un mal trago, las dos cosas a la vez. No hay más que ver las caras de esas mujeres que esperan en la antesala del quirófano. Esos hombres de impecable moral que hablan de asesinato debieran sentir alguna vez esa angustia en su corazón. En cuanto a las mujeres de recta moral, me recuerdan a esa escena de El extraño viaje en la que la genial Maria Luisa Ponte, al ver a la chavala minifaldera del pueblo pasar por delante del corrillo de amargadas con pelillos en la barba, exclamaba indignada: "¡Qué pocas quedamos!". Eso espero.
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