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Columna
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Desvergüenza

Por unas extrañas simetrías de la Historia, el tunecino Ben Ali y el haitiano Jean-Claude Duvalier se acaban de cruzar en el camino de ida y vuelta del (y al) territorio de sus respectivas dictaduras. Iba el uno, con su señora y sus lingotes, a Yeda, en donde nuestros amigos, los sátrapas saudíes, le esperan para venderle un palacio. El otro venía de gastarse en la Costa Azul, durante los años que duró su dorado exilio, cuanto robó a su pueblo: veámoslo como una fuente divisas del turismo extremo. Las desgracias de Haití no cesan.

Con d de desesperación se escribe el relato de los sometidos. El de los tiranos y sus lobbystas de Oriente y, sobre todo, de Occidente, se escribe con D capital, de Desvergüenza. Carezco de líneas en esta columna para darles una lista de los déspotas que huyeron a un futuro comprado con millones y documentos secretos acerca de complicidades, y que continúan gozando de buena vida y privilegios. Y este periódico, aunque doblara sus páginas, no dispone de espacio para albergar sus expedientes criminales.

Al sah de Irán, Reza Pahlevi, quien -con ayuda de la CIA- puso su país a disposición de Estados Unidos, yuguló la democracia y encarceló a Mosaddeq, reprimió a sus súbditos y, consecuentemente, propició el advenimiento de Jomeini más que la propia revolución islámica, se le venera hoy en su sepulcro, en una céntrica mezquita de El Cairo, ciudad en la que terminó sus días y desde donde su viuda sigue quejándose para el ¡Hola! Idi Amin, la bestia ugandesa, murió tranquilamente, también en Yeda.

El regreso de los vivales resulta una aportación novedosa. Puede inaugurar una moda. Por cierto que Baby Doc se bebió la sangre de su pueblo en Mougins, cerca de Grasse, en donde se fabrican los perfumes. Todo sumado, apesta.

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