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Columna
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Dieciséis

Respecto a la larga y atosigante polémica sobre el aborto, y en concreto sobre la edad de decisión de las mujeres, debo decir que yo no creo que a los dieciséis años una chica tenga madurez suficiente para tomar decisiones trascendentales. Es más, tampoco creo que la inmensa mayoría de las personas alcancen esa madurez ni a los cincuenta. Personalmente, a veces tengo la sensación de que, cuanto mayor me hago, más me atontolino. A lo peor el genial J. M. Barrie, el autor de Peter Pan, tenía razón cuando decía: "No soy lo suficientemente joven como para saberlo todo" (él fue emocionalmente desastroso toda su vida).

Sea como fuere, de todos es sabido que las leyes son un marco general, una vasta superestructura que cae a plomo sobre la sociedad. La Justicia es ciega como símbolo de su imparcialidad, pero también porque no puede ver el caso individual. Por ejemplo, las garantías de un Estado de derecho pueden permitir que algún asesino se libre del castigo, pero sin duda son un enorme avance para la sociedad en su conjunto. Quiero decir que, con las leyes, muchas veces hay que escoger el bien mayor, por encima de los males más pequeños. Una chica de dieciséis años que se plantee abortar y tenga una relación razonablemente buena con sus padres, seguramente les contará su problema. Y, si tiene una mala relación, ¿por qué suponer que la culpa es de ella y no de su familia? Estoy segura de que hay adolescentes descerebradas que recurren a la tragedia del aborto con la misma liviandad con que se beben un vaso de agua, pero también estoy segura de que hay padres terribles que obligan a sus hijas a tener el niño pase lo que pase, a veces después de haberles dado una paliza por preñarse (y, por cierto, también hay padres que obligan a abortar). La cuestión es decidir si esta ley supone un bien mayor. Y, para mí, así es.

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