Economía real

No hay contracubierta de novela culta contemporánea (qué rayos querrá decir novela culta contemporánea) en la que se deje de destacar la hábil mezcla de realidad y ficción contenida en sus páginas. Nos encanta que lo que hemos soñado por la noche se confirme durante el desayuno, que nuestro jefe se muera si hemos imaginado que se muere, que el horóscopo lleve razón. Y nos encanta porque nos parece excepcional, porque creemos que la frontera entre la realidad y la ficción es poco permeable, cuando lo cierto es que los materiales de uno y otro territorio conviven mezclados, en confuso desorden. Somos el resultado de lo que imaginamos, de lo que deseamos, de lo que soñamos. Lo que tenemos de real se debe a lo que poseemos de irreal. Ahí está el Papa, uno de los hombres más influyentes y ricos del planeta. ¿De dónde le viene toda esa realidad palpable de mármoles, automóviles blindados y alfombras persas? Pues de un individuo irreal llamado Dios, que acaba de inaugurar, por cierto, el año judicial con una misa y con una sentencia que prohíbe la apostasía. ¿Cabe imaginar mayor mezcla de realidad y ficción? Hay niños que mueren de manera real por un mandato divino (completamente irreal) que prohíbe las transfusiones de sangre. Por eso no nombraríamos jamás director de un hospital a un testigo de Jehová. Pero hacemos jefe de los jueces a un señor cuyo Dios detesta a los homosexuales. Quiere decirse que la justicia ha avanzado menos que la medicina. Y la economía también: la crisis real en la que chapoteamos es el resultado de algunos delirios financieros. Si los analistas emplean tantas veces la expresión "economía real", es porque existe la economía fantástica. Y no hay modo de separarlas. El problema es que los que padecen la economía real siempre son los mismos. Los otros se han fugado con los bonus a Miami.
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