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Columna
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Enfrente

Rosa Montero

Entiendo que la inmigración tenga que limitarse. Es algo que va en contra de un derecho básico, el de la libre circulación; pero la realidad es obtusa y difícil de tratar, y si permitiéramos entrar en España a todos los inmigrantes que lo desearan, acabaríamos teniendo graves problemas de convivencia. Ahora bien, reglamentar no es humillar. La semana pasada, una amiga española quiso hacer una carta de invitación para las hijas de un colega mexicano, dos estudiantes que vienen de vacaciones, y acudió a la comisaría de Ciudad Lineal (Madrid). Había tres policías en la puerta y uno le preguntó a qué venía. "A tramitar una carta de invitación". "Espere allí", dijo el agente con sequedad, señalando la acera de enfrente. Mi amiga creyó haber entendido mal: "¿Perdón?". "¡Espere allí!", repitió el hombre, subiendo un punto el tono autoritario.

Así que mi amiga cruzó la calle. En la acera no había nadie más y tampoco había nada, ni un banco, ni un alero. Hacía buen tiempo, pero igual podría haber llovido o caído una solanera achicharrante. Esperó 10 o 15 minutos mientras veía entrar a otras personas en la comisaría. Se sintió ridícula y regresó a la puerta a preguntar: "Solo pasan los que vienen para el DNI y a denunciar. Inmigración y cartas de invitación, ahí enfrente", gruñó el policía. "¿Y cuánto tengo que esperar?". "Hasta que la funcionaria termine lo que esté haciendo y baje". Entonces sucedieron dos cosas: que mi amiga dijo que quería presentar una reclamación y que apareció la funcionaria y la hizo entrar. En fin, no es una historia truculenta; o sea, no estamos hablando de cabezas rotas a porrazos. Pero este trato despectivo, insidioso e innecesario es casi peor, porque la humillación es un veneno. Recuérdalo cuando pases otra vez junto a una cola de inmigrantes en alguna acera de enfrente. Recuerda que es una manera de romperles el ánimo.

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