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Columna
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Escándalo

Si leyeron ustedes lo publicado ayer por este periódico, sabrán que la Real Academia de la Historia, como el dinosaurio, siempre ha estado aquí. Con su arzobispo, su falta de paridad, sus jaculatorias, su censor de reglamento, su caspa y, eso sí, ahora con ordenadores. Haciendo los académicos su trabajito de hormiga, suplantando la realidad, como si el tiempo no pasara para ellos o, aún mejor: como si fueran los dueños del tiempo y de nuestra memoria. Escondidos tras ese telón blindado de respetabilidad gratuita que proporciona el academicismo. No en vano los cursis llaman olimpos a las Academias. Debe de ser muy difícil no considerarse un dios capacitado para construir su propia irrealidad con palabras. Sobre todo si, encima, cada vez que se reúnen le rezan juntos al Dios en el que creen, y que les conviene.

Siempre han estado ahí. Dispuestos a congelar los hechos en el momento en que a sus señorías les viniera en gana, eligiendo a quién darle tal entrada o arrebatarle tal otra, fijando con gomina la imagen de los suyos, subrepticiamente infiltrados en la realidad para ponerle guantes y escarpines de seda. Haciendo su Historia para dárnosla en obleas a quienes, con nuestros impuestos, mantenemos sus cargos, reforzamos sus vanidades y permitimos que guarden sus asuntos debajo de sus alfombras.

El caso de las virtudes de Franco, loadas por los próceres de nuestra ranciedad al no representarle como el sanguinario que fue, pone de manifiesto dos temas que no me parecen menores. Uno, que siempre hay una caverna que escapa a los Gobiernos llamados progresistas que, de refilón, nos gravan con sus costes; y dos, que deben de estar muy crecidos últimamente, si se han atrevido a lanzar este Diccionario trucho, arriesgándose al consiguiente escándalo.

Sin complejos, como dijo en su día el Abdominales Hombre del Bigote.

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