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Columna
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¿Estamos solos?

Seguir los debates parlamentarios, leer a continuación las crónicas que los reflejan, empaparse de los análisis pertinentes: he aquí una de las tareas más demoledoras a que pudieron entregarse ayer los ciudadanos de este país, antes y después del fútbol.

De entrada, una reacción de incredulidad. ¿De verdad son esos nuestros representantes? Es como si los oradores estuvieran representando la obra -el drama de este país- en una concavidad, en una bóveda.

Se hallan muy por encima de nosotros, pero también se nos ofrecen en su más rotunda carestía, tan faltos de conceptos como de generosidad. Ni buenos ni malos, habría que reconocer. Ni el llanero solitario es el héroe, por más que apechugue con el peor papel, ni los otros son tremendamente malvados. Ocurre que se les ha pasado a todos el tiempo de las cerezas, junto con el arroz. Llueven palabras huecas, sus señorías nos llueven a palabras que mojan pero no empapan, que ni calman ni siembran.

Viéndoles me vino súbitamente el recuerdo de esas películas inglesas que muestran la actividad de la Cámara de los Comunes un par de siglos atrás, cuando el tipo que iba a intervenir tenía que calarse un sombrero de copa. Aquí deberían recurrir todos a una boina. La misma boina. Uno se la pondría del derecho, otro del revés, de repente los enemigos de antes compartirían tocado. Todo muy ligero, muy... ¿ajeno? Ninguno de ellos tiene la solución, porque nadie sabe si la hay. Pero deberíamos sentirles más cercanos.

No es que sus señorías hablen un lenguaje que no comprendemos. Hablan el de siempre, este es el problema. Entendemos demasiado bien lo cortos que se han quedado ante la nueva situación, y lo solitos que estamos. Se rompió el bienestar, claro. Antes, en algún momento, se rompió el vínculo entre ellos y nosotros. Y eso incluye también a los líderes sindicales, aunque no estuvieran ayer en el Parlamento.

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