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Columna
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Fea trampa

Seguir en Afganistán es un disparate, lo diga o no Obama, le secunden o no sus socios de la OTAN, le coree o no el zapaoptimismo de guardia. Es un error porque allí no se combate el llamado terrorismo internacional, que carece de acomodo en territorio tan áspero; lo que tenemos es un retorno de los talibanes, que son la única fuerza autónoma organizada, guste o no. Es una canallada porque -a pesar de que se intentan camuflar- no dejan de descubrirse carnicerías realizadas por sectores de las tropas ocupantes contra la población civil. Es una torpeza porque la pretendida reconstrucción nacional apenas alcanza un 8% de la población, la mitad de lo que se consiguió en Vietnam con el mismo método, y ya saben cómo acabó aquello. Y es una especie de suicidio, porque cuanto se meta allí en hombres, armas y esfuerzo, lo escupirá las rocosas montañas, sin obtener otro fruto que el odio contra el ocupante y el llanto por la sangre vertida.

Es también una manifestación de cinismo apoyar el Gobierno títere de Karzai, tan corrupto como lo era el de Saigón y aliado a auténticos asesinos a quienes la población detesta tanto como a las fuerzas de la OTAN.

Los afganos no aceptan la menor injerencia extranjera en sus vidas, en sus tradiciones, en su cotidianidad. Hoscamente aguardan a que el otro se vaya. Y, para las tropas invasoras, ellos son más otros que nadie. No hay forma de arreglarlo por las armas.

Si el actual premio Nobel de la Paz es capaz de creer que el problema afgano no requiere más que aumentar el número de soldados, entonces es que alguien debería haber enviado recado a la Academia Sueca para que, en lugar del premio, le concedieran la Llufa, que es como llamamos los catalanes a ese monigote que se cuelga en la espalda de un inocente en el Día de los Ídem.

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