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Columna
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Fin en Garoña

Manuel Rivas

Les propongo un perverso juego adivinatorio: ¿qué pasaría si el Gobierno decide finalmente no cerrar Garoña (inaugurada en 1970) y se produce en el futuro un accidente grave? Si tal hipótesis ocurriese, la opinión que ahora achucha a Zapatero y lo pinta como un radical obtuso dispuesto a cerrar esa fabulosa fábrica de chocolate, a la que algunos se empeñan en ver como central nuclear obsoleta, llevarían al presidente, de inmediato y sin contemplaciones, a la horca mediática. Aquí hay cosas que sólo puede hacer la derecha sin que se escuche el zumbido de una mosca. Si fuese la izquierda la que hubiera abolido el servicio militar obligatorio, no quiero ni imaginar el zafarrancho, por no hablar de la previsible proclama lírica del vate Federico Trillo. Y ya vimos como el intento de negociar el fin del terrorismo en Euskadi fue en el caso de Aznar una piadosa exploración, nada que ver con el incauto entreguismo de ZP.

Para Rajoy es ahora un "disparate" cerrar Garoña. Era vicepresidente del Gobierno cuando en el 2002 decidió, por razones de seguridad, el cierre de Zorita (inaugurada en 1968). En una curiosa metamorfosis, seguramente de naturaleza radiactiva, lo que hace poco eran "razones" se han vuelto "disparates". A estas alturas, el cierre de Garoña, como otros asuntos, no tendría que ser un dilema político, de izquierdas o derechas, de ecologistas o no. Ni siquiera debería ser un dilema económico.

El gasto que supone prolongar la vida de la central más antigua de España resultaría mucho más rentable a medio plazo empleado en fuentes renovables, que ya aportan el 23% de la energía que se consume en nuestro país. Pero Garoña ha sido convertida por el lobby pro-nuclear en una aldea potemkiana, y su mantenimiento es ya una apuesta propagandística. Si el Gobierno incumple su compromiso electoral, haría bien en asegurarse, por lo menos, que el nudo de la soga esté bien hecho.

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