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Columna
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Rosa Montero

Todos los escritores veteranos como yo sabemos bien lo que cuesta llenar una sala para presentar un libro; ni los agentes de prensa más eficientes ni el patrocinio de grandes empresas pueden asegurar que un local se llene, porque cada día somos físicamente más vagos y hay menos espacio para la cultura en los medios de comunicación. Pero probablemente todos hemos asistido también a alguno de esos milagros que suceden cuando llegas a una pequeña localidad, a una plaza difícil sin tradición cultural o a una barriada deprimida, invitado por una modesta librería; y de repente el sitio se abarrota de público y la gente no cabe y se agolpa en la calle.

Y déjame que te diga, hermano escritor: no es mérito tuyo, sino de los libreros.

Cuanto, cuantísimo hay que trabajar cada día, cada mes, cada año, para lograr llenar ese local. Un trabajo tenaz, imaginativo y callado, una siembra lentísima, hasta conseguir tal confianza con los clientes que, como Hamelin, puedas arrastrarlos detrás de ti al compás de tu música, esto es, de tus consejos. En mitad de la Feria del Libro de Madrid, mientras firmo de caseta en caseta, no hago más que pensar en los libreros. En esas personas tan especiales que dedican su vida a algo que desde luego no va a hacerles millonarios, y que trabajan inacabables horas leyendo, cuidando, recomendando, enardeciendo la voluntad de sus parroquianos. El buen librero conoce a sus asiduos con finura de enamorado; ofrece las lecturas adecuadas, va creando generaciones de lectores, acompaña a los hijos de los clientes en su crecimiento literario. En muchas zonas la librería es el único centro de dinamización cultural, un papel que nadie les tiene en cuenta. Las librerías son nidos de sueños y los libreros son médicos del alma. Sin libreros predictores, solo leeríamos best sellers. Por todo esto, gracias. Muchas gracias.

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